La alteración de la guerra pública. Reacciones públicas a los hechos del 1o de diciembre del 2012
No
considero necesario describir los acontecimientos del 1o de diciembre
que derivaron en combates callejeros entre las fuerzas del orden y un
grupo de manifestantes.Tampoco partiré del supuesto de que todos los
manifestantes eran pacíficos; está claro que un grupo expresó su
legítimo descontento a través del controvertido empleo de tácticas de
acción directa, lo cual coincidió involuntariamente con las acciones de
presuntos provocadores a sueldo que tenían la consigna de reventar la
protesta para desencadenar la represión contra el movimiento anti-Peña
Nieto en su conjunto. Lo que captura poderosamente mi atención es la
reacción energúmena tanto de los medios de comunicación tradicionales
dominados por posiciones de derecha y ultraderecha, como de un sector
más o menos amplio de la sociedad mexicana . En mi post pasado alertaba
sobre el riesgo de que se reeditara la "guerra de los justos", como
algunos llamaron irónicamente a la lucha guerrillera de los setenta, en
referencia a Los justos de Albert Camus. Los actores
contemporáneos parecen reciclados de esa época: tenemos al PRI de
regreso en el poder, en la mejor disposicion de reproducir prácticas
añejas de autoritarismo, cooptación, clientelismo y represión; tenemos
un ala de izquierda legal que, dividida en una colección de sectas y
tribus, no logra ponerse de acuerdo en ningún posicionamiento (al igual
que el PCM, el PMT, el PTS, el PRT y otros grupúsculos socialistas en su
momento); tenemos una izquierda social que ha sucumbido a los cantos de
sirena del autonomismo y que inspira todo su trabajo de base en
prácticas autogestivas (de un modo no muy distinto a lo que hacían los
maoístas de Unión del Pueblo y Línea Proletaria) y, finalmente, tenemos
una izquierda radical, que por primera vez en mucho tiempo es
públicamente visible y no tiene temor a expresarse, tal y como lo
hicieran los estudiantes que se fueron a la guerrilla a comienzos de la
década de los setenta. Sin embargo, en la actualidad, las interacciones
entre este conjunto de actores son mucho más complejas, pues a
diferencia de los setenta, hay otros entes capaces de incidir en la toma
de decisiones. Durante su sexenio, Luis Echeverría tuvo una relación
áspera y conflictiva con el empresariado, en la que había tanto
codependencia como sometimiento mutuo; en el presente, Enrique Peña está
completamente subordinado a los poderes financieros locales y globales,
y éstos parecen ser los únicos que pueden decidir si el personaje es
servible o removible. Por otra parte, el PAN ya no actúa únicamente como
apéndice del PRI, como solía hacerlo hasta antes de la reforma política
de 1978, sino que está en un juego permanente de toma y daca con este
partido. Otro actor relevante es la Iglesia católica, que durante la
primera era priísta se vio obligada a respetar al Estado laico y con la
alternancia panista recuperó terreno como no lo había hecho en décadas.
Finalmente, están las ONGs de derechos humanos, erigidos en jueces de
calidad para palomear o reprobar las políticas públicas y la actuación
de las autoridades, y quienes tienen una pequeña influencia en algunos
organismos internacionales.
Por
su parte, la franja de la sociedad no organizada (a la que incluso
podría calificarse como pre-civil), se encuentra en un proceso de
involución ideológica y moral, que la ha llevado a asumir no sólo las
posiciones derechistas de los partidos y medios hegemónicos sino incluso
visiones y actitudes todavía más primitivas. Cuando la gente empieza a
pedir las cabezas de los enemigos, o las máximas penas, excede incluso
los discursos legaloides de los gobernantes, aunque desde luego les
ofrece una excusa perfecta para el populismo punitivo. Los responsables
más inmediatos de este salvajismo ideológico son los medios de
comunicación, a través de su construcción de enemigos públicos y sus
campañas de linchamiento sistemáticas, sin embargo, debemos admitir que
la gente también agrega mucho de su propia cosecha mental.
En
la coyuntura que nos ocupa, de un día a otro la narcoguerra
calderonista, con sus más de 100 mil muertos, 25 mil desaparecidos y un
caudal de atrocidades, dejó de ser noticia. Por arte de magia la
cobertura mediática se ha abocado a diluir el terror experimentado -y en
curso- para abrir paso a la ficción de un nuevo orden que traerá
seguridad y prosperidad para todos. Con una retórica que subestima
nuestra inteligencia y un desdén sociopático, pretenden hacernos olvidar
que la economía mexicana está infiltrada por el narcotráfico casi por
completo
(http://aristeguinoticias.com/0511/mexico/78-de-la-economia-mexicana-infiltrada-por-el-narco-buscaglia),
y que la narcoguerra no es más que la expresión del ejercicio del
terror paralegal en la competencia por los mercados para las drogas, por
lo que no puede concluir a menos que cese la demanda o el negocio se
torne legal. Esta realidad podrida contra la que explotaron los
manifestantes del 1o de diciembre es secundaria para la mayoría. Los
manifestantes fueron reprimidos y acusados de alterar la paz pública,
cuando en estricto sentido, lo que alteraron fue la cotidianidad de la
guerra pública en la que estamos tan sumergidos que hemos dejado de
darle importancia. Oir los gritos de las hienas pidiendo la sangre de
los manifestantes es como escuchar a un esclavo pidiendo que maten a
toda la gente libre. Sin embargo, esa gente primitiva se ha
entremezclado en opiniones y visiones con otro tipo de ciudadano
aparentemente más informado e interesado en la esfera pública. Así, el
provocador y el partidario de la acción directa se constituyen en los
espejos perfectos del linchador y el defensor de lo políticamente
correcto. Unos y otros se pueden entremezclar a un punto en que puede
ser difícil discernir sus figuras originales, pero sería un error
ponerlos en un mismo saco.
Los mecanismos ideologizadores del linchamiento
Hay
desde luego distintas formas de rechazar el dominio de las elites
político-financieras, unas más prácticas o útiles que otras, pero
dejaremos esa discusión para otro momento. Importa entender los
mecanismos por los que la gente ha generado las percepciones más
enconadas contra los manifestantes que han pasado a la acción directa.
Lo primero que cabe apreciar es la creación del enemigo público a través
del mecanismo que Zizek denomina "capitonnage", que es la operación
mediante la cual identificamos o construimos una sola agencia que jala
los hilos detrás de una multitud de oponentes. En el imaginario
colectivo acrítico, esa agencia es EL violento. Los radicales, ultras o
extremistas son equiparados a las figuras del vándalo, el provocador, el
porro y el infiltrado; se considera que su función exclusiva es
provocar y legitimar la represión contra las expresiones válidas o
tolerables del movimiento, que sólo pueden ser las que se asumen como
pacíficas y democráticas. Desde este horizonte, las posturas antisistema
y a favor del uso de la violencia política son esencialmente
inadmisibles e injustificables, al margen de las condiciones
sociopolíticas y económicas que las generan.
El
capitonaje se complementa con una operación mental más generalizada,
que se produce en contextos de desinformación o, como en nuestro
tiempos, de exceso de información, y es por lo general un barómetro para
medir la falta de credibilidad del gobierno y los medios. Me refiero
por supuesto a la teoría de la conspiración, que es el medio en el que a
nivel del imaginario se procesan todos los acontecimientos importantes
de la vida pública. De forma apriorística se parte de que las versiones
oficiales ocultan la verdad de los hechos, detrás de los cuales siempre
está un grupo de poder con fines truculentos (v. gr. el salinismo) o uno
con intereses económicos obscuros (v. gr. el lobby judío). En el caso
de la revuelta, el gobierno es el creador de su propio enemigo, con el
objetivo de generar cortinas de humo para encubrir acciones que
presuntamente se llevan a cabo o se planean de forma subterránea. Desde
las guerrillas de los setenta hasta los combatientes del 1o de
diciembre, pasando por el EZLN y el EPR, todos los rebeldes han estado
bajo la sospecha de ser creaciones gubernamentales (sospecha que casi
siempre es infundada y se basa en conjeturas paranoicas ajenas a la
investigación de fondo). Los defensores de estas teorías conspiranoicas
no ven la afectación real que EL violento provoca a los intereses
institucionales y económicos, y hacen caso omiso de la reacción
represora que desata el Estado; para ellos lo importante es haber
descubierto el verdadero origen y razón de ser de las cosas, detrás de
lo evidente, pues sienten que eso les anota un triunfo frente al
gobierno y la prensa que les miente. Así, no importa cuán absurdas e
incoherentes sean las formulaciones de los conspiranoicos, ellos siempre
son capaces de inventar una nueva pieza que encaja perfectamente en su
rompecabezas imaginario, estableciendo una cadena de causalidades
insólitas, que desafían las leyes de la probabilidad. La conspiranoia es
un arma tan peligrosa como la manipulación mediática, pues genera un
clima de sospecha que aisla socialmente a los rebeldes y facilita su
linchamiento. Entre el conspiranoico, el linchador mediático y el
primitivo no hay más que un paso. Desde luego, no se niega la presencia
de infiltrados en los movimientos sociales (siempre los ha habido y los
habrá), lo que se rechaza son las explicaciones de la lucha
social-radical como mero producto de la acción provocadora.
El
capitonaje y la teoría de la conspiración se ensamblan con la
explotación del sentimiento de la identidad o la unidad nacional. Se
fomenta la presunta identificación de los intereses de la sociedad con
los del Estado y la elite económica, bajo el supuesto de que la esencia
nacional hace que todos busquen un beneficio común. La lucha de clases
es suprimida bajo el fetiche de la estabilidad macroeconómica: si a los
dueños de la economía les va bien, la prosperidad debe irradiarse a los
demás... en algún momento a futuro, por el que vale la pena una espera
larga. De este modo, es común que aún la gente más pobre y maltratada
por el sistema se ponga en contra de EL violento y a favor de las elites
rapaces que la obligan a vivir la peor de las vidas posibles. EL
violento presuntamente atenta contra ese futuro de libertad y
prosperidad tan largamente prometido. El primitivo se aterra ante las
pérdidas materiales de los de arriba porque las ve como algo que puede
poner en riesgo su propio confort, aún si todo el confort que conoce
reside en ganar un salario mínimo y comprar electrodomésticos a plazos.
El primitivo prefiere identificarse con el sujeto que espera que el
gobierno le cumpla la promesa de una vida mejor (eso es lo
"políticamente correcto") y no con el que desafía al orden establecido
para exigir tales beneficios, aquí y ahora. Todo lo que el primitivo
quiere es sentirse incluido, aún si la inclusión es sólo una vaga
promesa sin fecha en el calendario. Por tanto, el primitivo convierte
fácilmente su sentido de amenaza en odio y lo lleva hasta las últimas
consecuencias, linchando a EL violento que pone en riesgo un nivel de
vida, una estabilidad y una prosperidad que jamás ha experimentado en
carne propia, o de la que sólo tiene unos pocos referentes.
En
una sociedad en la que el valor está centrado en las mercancías y el
cuerpo no es más que una mercancía más, no es de extrañarse que unos
cuantos vidrios rotos en establecimientos corporativos (ninguno de ellos
negocios pequeños o locales) genere una psicosis colectiva, mientras
que las detenciones arbitrarias, las golpizas y otros actos de barbarie
por parte de las fuerzas del orden son aplaudidos como medidas
necesarias e incluso insuficientes para contener a los violentos. El
linchador mediático, el conspiranoico y el primitivo aplauden al
unísono. La sociedad se polariza.
Hay
que tener muy claro que EL violento no existe más que como invención de
quienes detentan el poder, y que lo tangible es un número indeterminado
de individuos de diferentes estratos sociales, que ha acumulado
demasiados agravios y tiene razones de peso para estar rabioso, y cuyo
accionar es cada vez más impredecible. Ni el Estado, la iniciativa
privada, la sociedad o la izquierda institucional tiene idea de qué
hacer con ellos, más allá de reprimirlos. Pero ellos si tienen una idea
más o menos clara de lo que les gustaría hacer con el orden de los
incluidos, aún desde su condición de minoría política.
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