Sobre el movimiento #metoomexicano de la primavera de 2019: dos cosas a recordar

Por Adela Cedillo

En la marea de lodo, estiércol, violencia y linchamiento con la que se ha respondido a un movimiento de mujeres legítimo, como el #metoomx, la palabra está en riesgo de sucumbir, ahogada por el odio. Para devolverle el valor a la palabra la única opción es guardar silencio, hacer introspección, poner las ideas en orden y continuar. Este post es resultado de dos semanas de reflexiones, tras haber participado en el movimiento #metoomx en redes sociales y haber sido testigo de las reacciones al suicidio del músico, fotógrafo y escritor Armando Vega-Gil, que en paz descanse. Mi objetivo es establecer un punto común de entendimiento entre quienes integramos el movimiento y sus detractores.

Muchas voces dentro del movimiento feminista han salido a defender la autenticidad del movimiento y su derecho a existir desde el anonimato, pero pareciera que sus palabras caen en el vacío. Lamentablemente, la discusión no ha versado en torno a los testimonios desgarradores que las víctimas hemos compartido tras meses o años de resquebrajamiento emocional, terapia, escepticismo ante nuestra denuncia, silencio forzado y la minimización social de nuestro dolor. Lo que queríamos evidenciar y priorizar, nuevamente ha pasado a último plano. No sólo no obtuvimos un reconocimiento colectivo a la violencia que se ejerce contra nosotras sino que hemos sido el blanco de ataques sin fundamento, motivados por un miedo patológico a que el mundo deje de ser como lo entendíamos. Esta revictimización no es nada nuevo, sólo refleja lo que las mujeres vivimos todos los días cuando tenemos que callar ante el acoso del jefe por miedo a perder el trabajo, cuando vamos al ministerio público a denunciar alguna violencia sexual y nos dicen que, a menos que haya golpes o tengamos el semen fresco del agresor en nuestro cuerpo o nuestra ropa, no hay delito que perseguir, o cuando contamos a murmullos lo que vivimos y a nadie le parece importante. La cultura de negarle agencia y voz a las mujeres, de ejercer el control sobre sus cuerpos y de minimizar la violencia contra ellas no es nada nuevo, sino producto de siglos de relaciones de género desiguales, que constituyen la piedra angular del sistema patriarcal de inspiración cristiana que Europa exportó a una buena parte del mundo a través de sus aventuras coloniales e imperialistas. 

La respuesta ante nuestras denuncias ha girado fundamentalmente en torno a dos temas: la presunción de inocencia de los denunciados y el anonimato de las denunciantes. En el primer tema, destacan las voces de quienes pretenden deslegitimar los testimonios con base en problemas que son ajenos a estos, como que las mujeres también cometen atropellos y son parte de las relaciones tóxicas. En el terreno del prejuicio, se afirma que ellas actúan movidas por el despecho y las ganas de fastidiar porque son sujetos fundamentalmente irracionales. En otras palabras, se busca desacreditar al emisor del mensaje para no darle ninguna valor a su palabra, en el más puro estilo de la falacia ad hominem (que debería llamarse ad mulierem considerando que se aplica más a las mujeres). La segunda actitud predominante ha sido la de quienes, al mismo tiempo que señalan que Twitter no es la mejor plataforma para ventilar los casos, aspiran a que las mujeres sigan todos los pasos del debido proceso, como si se tratara de un tribunal virtual. Señoras y señores, en verdad, están poniendo atención a lo que dicen? Si miles de mujeres acudimos a ese espacio es porque ya no quedaba ningún otro. Por qué presuponen que no agotamos todas las instancias posibles? Vaya que lo hicimos y la mayoría de ustesdes prefirió no escucharnos o hacer como si nada hubiera pasado. Nos aplicaron la máxima de que "la ropa sucia se lava en casa," aunque en casa tampoco hayamos tenido ningún espacio para lavar ESA ropa. Quedó ahí, pudriéndose con toda la inmundicia por años y nosotras cargamos con ella sin haber sido las que empezamos la violencia. Porque, por si no se han dado cuenta, nosotras no fuimos las que iniciamos con todo esto. Veamos las estadísticas de violaciones, acoso, asesinato por motivos de género. No ocupamos las mujeres el primer lugar en todas? Basta de hipocresía. Las situaciones anómalas siempre tienen beneficiarios. Todos aquellos que se han beneficiado históricamente de la opresión y el silencio de las mujeres están conformes con esta situación. Al fin aparece una generación enteramente dispuesta a enterrar los privilegios patriarcales y un coro unánime sale a recitarnos todo lo que estamos haciendo mal las mujeres, sin nunca decirnos cómo se supone que deberíamos reaccionar a tantos siglos de violencia acumulada en nuestra contra. Y digo esto no para insinuar que nuestro movimiento sea perfecto y no haya cometido excesos, como todo, tiene errores y es perfectible, pero sería muy interesante escuchar qué hubieran hecho otros en nuestro lugar, en nuestra misma situación. Ojalá pudieran ponerse por un minuto en nuestros zapatos.

Sobre el anonimato, se ha generado una especie de terror social entre los hombres por las posibilidades de que se hagan denuncias falsas que afecten su reputación. Estadísticamente la mayoría de las denuncias en la vida real son auténticas. Por qué las denuncias virtuales tendrían que seguir un patrón distinto? Como historiadora, mi trabajo es cotejar distintos tipos de pruebas, indicios, huellas y señales. A veces, la única prueba que existe es la oral. En esos casos un profesional nunca diría: ah, pues como se trata de una mujer, seguramente están mintiendo. Uno analiza el testimonio, el lenguaje, si la descripción coincide con el tiempo y lugar en que se dice que aconteció lo narrado, si se puede corroborar la existencia de las personas mencionadas por otras fuentes, si algún otro testigo describe los mismos hechos de forma semejante o contrastante, etc. Uno es conciente de que no hay una verdad absoluta, que todo lo que podemos reconstruir son fragmentos de los hechos y de las memorias de quienes los vivieron, y que nuevas evidencias y subjetividades cambiarán periódicamente la manera en que narramos el pasado. Como una persona acostumbrada a trabajar con testimonios sobre hechos traumáticos, muchas de las descripciones que leí en los timelines del #metoo resonaron poderosamente en mi cabeza como descripciones verídicas. También leí declaraciones tan superficiales que me parecieron sospechosas. Sobre esas yo habría hecho un interrogatorio más profundo si me hubiera tocado administrar las páginas. Se corrió el riesgo de afectar la reputación de alguno que otro inocente y eso es moralmente incorrecto, pero me parece que esos casos han sido substancialmente minoritarios. Las miles de mujeres que participamos en el #metoo no podíamos quedarnos calladas por ese riesgo, sobre todo porque los denunciados son hombres en alguna situación de poder y tienen todas las condiciones a su favor para probar su inocencia, si esta es real. La reputación, cuando está limpia, se restablece con relativa facilidad, pero una víctima tarda años en recuperarse de golpes, violaciones o abuso sistemático. Ahora dígannos que  era preferible acallar a las miles de víctimas para salvar la reputación de un puñado. Eso era lo que había pasado siempre y el silencio sólo dejó la puerta abierta de par en par para más abusos.

Es cierto que no hubo un criterio jurídico para denunciar, prevaleció un sistema de confianza y sororidad donde las denunciantes asumimos que las administradoras de las páginas de #metoo harían un uso correcto de la información que les proporcionábamos. Ellas no nos fallaron y se merecen nuestro reconocimiento, pues no sólo atendieron miles de denuncias horrorosas sino que soportaron toneladas ingentes de linchamiento mediático. No podríamos pedirles nada más, más allá de su trabajo voluntario de escucha y procesamiento de información. El sistema de justicia mexicano está roto y por ello las denunciantes únicamente buscábamos escrachar a nuestros abusadores. No estábamos exigiendo reparaciones ni juicios. Sólo queríamos un reconocimiento público hacia lo que habíamos vivido y que dejara de minimizarse o esconderse. El escrache es un mecanismo que surgió en Argentina ante la impunidad que dejó libres a miles de policías y militares que cometieron crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura militar (1976-1983). Los familiares de los desaparecidos se hacían presentes en los trabajos o viviendas de los perpetradores para que sus vecinos supieran que estaban coexistiendo con genocidas, violadores, torturadores y desaparecedores. En el movimiento de derechos humanos se consideró una práctica totalmente legítima, justa y necesaria. En cambio, las mujeres que hemos escrachado a los hombres hemos sido agredidas virtualmente por todos los medios posibles, desde la prensa mainstream hasta nuestro círculo de contactos. Una vez más, la causa de este doble rasero no es otra que el machismo. Cuando apareció el movimiento zapatista en 1994 la sociedad civil que simpatizó con ellos estaba extasiada con el hecho de que cubrieran sus rostros con pasamontañas. La sociedad se enamoró de los héroes anónimos, aunque casualmente el que tuvo mayor protagonismo haya sido el único mestizo de la dirigencia zapatista, el infalible Subcomandante Marcos ahora Galeano. Esto también tiene una explicación en el tropo del mesías blanco y en el hecho de que nuestra pedagogía cívica nos haya entrenado para adorar a los líderes revolucionarios. La sociedad no ama a las heroínas anónimas, eso ha quedado más que evidenciado. El caso es que nunca hemos buscado que nos quisieran ni intentamos ser populares entre la tropa. Luchamos por la igualdad, la equidad y el trato ético entre humanos y humanas. Que a las mujeres nunca más se nos vuelva a negar nuestra humanidad y nuestra dignidad. Si nadie nos ama por exigir demandas tan básicas, estamos absolutamente dispuestas a pagar ese precio. Que nos lleven a las hogueras, pero que sea por luchar por la justicia, no por ser mujeres que cometen la presunta transgresión de hablar en la esfera pública virtual. Por qué este acto de hablar le ha parecido tan antinatural, descabellado y radical a una gran parte de la sociedad mexicana?

Otro malentendido que se suscitó fue atribuirle al movimiento un carácter feminista. Yo estoy convencida que la mayoría de las mujeres que denunció ni siquiera se identifica con el feminismo. Muchas sólo hicieron catarsis, se desahogaron, liberaron un fardo que las asfixiaba, pero probablemente jamás se involucrarían activamente con el movimiento. Llamarlas feminazis no sólo es ofensivo sino profundamente equivocado. Quienes hemos salido a dar la cara públicamente como miembros del #metoo hemos sido las feministas, porque nosotras tenemos una conciencia de la opresión de género y un discurso elaborado y hemos participado en el movimiento más allá de los espacios virtuales. Por esta razón, nosotras hemos sido el pararrayos de la ira pública. Y esta situación se ha agravado por el hecho de que las feministas ni siquiera somos un movimiento homogéneo y unificado, somos diferentes corrientes y a veces entre nosotras nos hemos dado hasta con el sartén. Noto un desgaste mental y hasta físico entre mis hermanas del movimiento. No esperábamos que esta reacción fuera tan desmesurada y violenta. Reconozco que fuimos ingenuas. En un país donde matan nueve mujeres al día y donde mínimo cada cuatro minutos una mujer es violada (https://elpais.com/elpais/2013/02/07/mujeres/1360216800_136021.html) sin que nadie mueva una pestaña, no podíamos haber esperado menos. 

El movimiento #metoo tuvo un carácter de clase, limitándose al sector de los profesionistas mexicanos. Tanto los testimonios como las reacciones furiosas o silenciadoras a éstos revelaron el doble estándar moral con que se conducen la mayoría de las profesiones (acaso todas?) Después de haber leído los argumentos falaces y endebles con los que se pretende seguir solapando y justificando la violencia de género en nuestros gremios, me queda perfectamente claro por qué hay miles de mexicanos de los bajos fondos que cortan cabezas por siete mil pesos al mes. Dentro de esta descomposición moral que atravesamos como país, hay una violencia de género que no se quiere reconocer ni nombrar, pero que permea absolutamente todos los estratos de la sociedad. Imagínense si las profesionistas creáramos las condiciones para llevar el #metoo a espacios como el que investigo, la Sierra Tarahumara, donde decenas de niñas son violadas por el crimen organizado o miembros del ejército todos los días sin que nadie haga nada. Sé que nada cambiaría porque si ni siquiera hubo respeto para las clasemedieras que tenemos un mínimo de poder de enunciación, qué pueden esperar las campesinas, obreras y trabajadoras de ocupaciones diversas que componen a la mayoría de la población femenina de México? A qué justicia puden acceder las mujeres indígenas y afromestizas, probablemente las más violentadas entre todas las mujeres? La exclusión de esas voces y de esas vidas es la que nos mueve a muchas feministas a asumir posiciones interseccionales. A muchas el capitalismo nos resulta un sistema incompatible con las condiciones que deben existir para garantizar los derechos de las mujeres, pero si señalamos la existencia de la lucha de clases o reivindicamos la abolición del capitalismo como meta, de inmediato somos colacadas en la cúspide de la escala del "feminazismo," esa categoría atroz que se ha inventado para sabotear las acciones de la resistencia cotidiana que las mujeres emprendemos ante la opresión sistémica. Mas precisamente porque ya no queremos que las vidas de las mujeres y hombres pobres sean desechables y queremos impedir que aparezcan cadáveres de adolescentes violadas y mutiladas en los ríos, el páramo, el desierto, la montaña y las fosas clandestinas, nos mantendremos firmes en nuestras convicciones. Nuestra lucha es una lucha por la vida, siempre lo ha sido.

Ha sido revelador advertir cómo las tensiones de clase se han yuxtapuesto en la crítica al movimiento #metoo. Mujeres que han construido una carrera bajo la bandera del feminismo o la emancipación femenina, las que han escalado posiciones y se han llenado de privilegios, han sido parte del linchamiento hacia nosotras. Por otra parte, se ha abierto claramente un abismo entre las generaciones milennial y posmilennial y quienes pasaron la mayor parte de su vida en el siglo XX. Hablamos lenguajes diferentes y no nos estamos entendiendo. Muchas de las cosas que las generaciones del pasado habían normalizado y por las que nunca protestaron, a las nuevas generaciones les parecen absolutamente reprobables e inaceptables. Creo que el ejemplo que mejor simboliza el choque entre niveles de privilegio y generaciones fue precisamente el de Armando Vega-Gil. Tanto quienes conocimos a Armando de forma periférica como su círculo de familiares y amigos estamos consternados y dolidos por lo acontecido. Lamentablemente, al hacer pública su intención de suicidio en Twitter, Armando dejó activada una bomba de tiempo que explotó, con consecuencias desagradables para todos. Desde una posición empática y humanista, deberíamos haber dejado que los dolientes hicieran su duelo sin tener que afrontar esta guerra de lodo, porque vaya que la suciedad ha corrido profusamente. A quienes han acusado a Armando de ser un vil pederasta y han festejado que los agresores se maten, cabe recordarles que esa no era la intención del movimiento ni del feminismo. Aunque nos han acusado de revanchistas y aunque la línea entre la venganza y la justicia por momentos sea muy endeble, el movimiento no llamó a matar a nadie, ni a que se mataran a sí mismos para probar su inocencia o autocastigarse. Donde no hay justicia hay escrache, sí, pero más allá de eso, jamás hubo un llamado a la violencia ni una cacería de brujas. Quienes han hecho de la defensa del honor de Armando la única prioridad y han satanizado a un movimiento constituido fundamentalmente por víctimas del abuso de poder masculino, también están mostrando un rostro particularmente misógino, de profundo desprecio por la situación y la vida de las mujeres. Ni Armando fue el depredador de niñas que algunos quieren retratar ni el movimiento #metoo es culpable de la muerte de nadie. El feminismo no mata, la misoginia sí. Las denuncias anónimas no matan, los problemas de salud mental sí. Si no tenemos claridad en ambas cosas, será muy difícil que remontemos los niveles de polarización social que hemos alcanzado.

Armando fue un hombre talentoso, un artista integral y un aliado de las causas justas y ese será el recuerdo que seguramente prevalecerá de él. En su tweet de despedida, Armando dijo algo clave: "soy hijo de mi tiempo." Quienes nacimos en el siglo XX fuimos formados en una cultura donde la fama, el dinero y el poder estaban por encima de todo, generando una zona de exclusión judicial para políticos, empresarios, artistas, deportistas o cualquier otro tipo de estrellas mediáticas. Para las estrellas de rock todo estaba permitido: alcohol, drogas, excesos, tener un ejército sexual de reserva y demás. Era parte integral de sus personajes. De hecho, sería muy difícil imaginar un rockstar sin todas esas características. Cuando un famoso te coqueteaba (con respeto) hasta te emocionabas, aunque fuera muchísimo más viejo y no tuvieras la más mínima intención de hacerle caso. Me parece que a partir de los ochenta, la gente dejó de rasgarse las vestiduras ante esos comportamientos que le ponían los pelos de punta a los abuelos, simplemente se fueron normalizando paulatinamente.

Yo crecí en un patriarcado misógino donde los hombres podían tener todas las mujeres que quisieran, de la edad que fuera, pero donde (cito a la vox populi) "una mujer que conoce más de dos vergas es una puta." Dos, precisamente dos porque la primera era reservada a su esposo y la segunda en caso de viudez.  También escuchaba cosas como que "si tiene pasto, es cancha reglamentaria," haciendo alusión a que una adolescente que ya ha desarrollado los rasgos corporales que la acompañarán en su vida adulta ya puede recibir el mismo trato que una mujer. Las relaciones asimétricas entre hombres muy viejos y mujeres muy jóvenes eran toleradas mientras que el hombre fuese solvente y la mujer no tuviera nada. No eran vistas como situaciones idóneas pero se consideraba que los viejos le hacían el favor a esas mujeres y que ellas enviudarían a una edad donde podrían rehacer sus vidas, así que esas relaciones no eran motivo de escarnio social. En el medio rural la situación era más extrema aún: hombres de la tercera edad podían desposar mujeres desde los doce años avalados por los "usos y costumbres" prevalecientes. Hay que insistir en que si bien algunas de esas relaciones se dieron en un marco de consenso (lo se de cierto al haber hablado con mujeres en esa situación), siempre hubo una asimetría que las atravesó, ya sea de clase, status, género o edad. Digo todo esto no para justificar la presunta predilección de Armando por las adolescentes (https://la-saga.com/entretenimiento/salen-a-la-luz-mas-denuncias-contra-armando-vega-gil/?fbclid=IwAR3-IOYteCGpy6TL8yxeEQeM9PsvuCEiloSX6_A5sPJuVkbonFAr2IBqGx4) sino para que se entienda que antes eso no era un escándalo. Decir: "me gustan las adolescentes porque en mis tiempos eso no era mal visto, porque así me educaron en el rancho o porque la sociedad me dejó ser así" es algo que a las feministas nos desagrada oir, no justifica totalmente a los que piensan así, pero es la verdad. Esto conduce directamente a la vieja discusión de los universales, el relativismo cultural y los derechos humanos, que dejaré para otra ocasión.

Personalmente yo nunca recordaré a Armando como un "pederasta" (por cierto que en términos legales lo que él presuntamente hacía era "estupro" y es totalmente distinto a la pedofilia), sino como alguien que se benefició de los privilegios de su posición en el patriarcado y además del bonus que implicaba ser un rockstar. También lo recordaré como un miembro valioso de la comunidad artística mexicana y un aliado de causas comunes. Los seres humanos somos multidimensionales, absolutamente todos tenemos un lado luminoso y un lado oscuro, y lados luminosos mezclados con los oscuros de formas que nos desconciertan. De ahí que sea estéril emitir juicios absolutistas y reduccionistas, sin matices. Me hubiera gustado que Armando hubiera procesado las cosas de otro modo y que no vinculara su muerte al #metoo, porque si bien su voluntad declarada fue que no se culpara a nadie de su muerte, sus amigos y fans han hecho del movimiento el chivo expiatorio donde descargan su rabia contra las "cobardes" denunciantes anónimas. Tal vez ellos nunca han tenido que denunciar ninguna violencia en su contra, pero quisiera decirles que no hay ninguna cobardía en ello. Es muy difícil y doloroso dar un paso al frente, se necesita reunir todo el valor del mundo para decir, en público o en privado, con tu voz o desde el anonimato: "a mí también me violentaron mis familiares, mis colegas, mis amigos." No sé si entiendan lo que nuestro movimiento busca, pero si no lo entienden ni aunque lo expliquemos con títeres y manzanas, podrían al menos respetar nuestro dolor y dejar de calumniarnos? Porque, por si no se han dado cuenta, el dolor ha brotado de muchísimas fuentes, más allá de la pérdida de Armando, y no hay un dolor que sea más grande o importante que otro sólo por ser un dolor más famoso.

Sé que en unos días más toda esta discusión quedará silenciada, como cualquier otro tema que está de moda unos días y luego es puesto en la nave del olvido ante la llegada inminente de un nuevo tren conversacional. En las redes sociales le pusieron el simpático calificativo de "tren del mame," lo que simboliza bien su funcionamiento. A todos los que fueron parte de esta discusión me atrevo a sugerirles que reflexionen un poco más sobre los abismos de clase, género, condición étnica y status que dividen trágicamente a nuestra sociedad. Nunca será igual la opinión de un hombre o una mujer que está blindado por sus privilegios económicos, sociales y culturales a la de una adolescente, hija de obreros o campesinos, que arriesga su vida todos los días al salir de su casa a la escuela, y que puede ser secuestrada, violada y mutilada impunemente. Esas situaciones no son normales y no deberíamos normalizarlas con nuestro silencio cómplice. Si esto es mucho pedir, recordemos al menos dos cosas: por un lado, que los seres humanos somos hijos de nuestras circunstancias, y si las circunstancias cambian, las nuevas generaciones nos juzgarán con sus parámetros, no con los nuestros. Por otro lado, una discusión racional y ética sobre los mecanismos para prevenir la violencia de género todavía no se extiende a todos los rincones de la sociedad. Las mujeres seguimos siendo puestas en segundo plano, sistemáticamente. La administración actual, sumergida en un discurso y prácticas como del siglo XIX, dista mucho de entender la agenda feminista. Las feministas no podemos ganar nuestras batallas solas. Necesitamos aliados y seguimos abiertas a ese diálogo colectivo que se nos sigue negando o posponiendo injustificadamente. Ya no es tiempo de echarle más estiércol al agua. Son tiempos de cambio, nos guste o no.

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