Notas fugaces sobre el movimiento yo soy 132
Todos
los movimientos sociales se dividen, de forma casi inevitable, en un
ala moderada y una radical. Tales posturas nunca se improvisan, por el
contrario, pueden ser resultado de la posición económica y social de los
involucrados, pero sobre todo, de su experiencia directa en el
movimiento mismo. Personas con una formación ideológica doctrinal, que
cuenten con vivencias relacionadas con hechos represivos y memorias
directas de compañeros muertos, presos o desaparecidos, tenderán a
radicalizarse, mientras que otros menos doctrinarios, que no han
participado en movimientos reprimidos y derrotados o, por el contrario, a
resultas de los mismos rechazan la violencia como cuestión de
principio, evitarán a toda costa una agenda de confrontación directa con
el Estado o la oligarquía. Esto dicho a muy grandes rasgos, puesto que
en medio de los dos polos hay una gran diversidad de posicionamientos.
Además, los diferentes niveles de radicalidad también dependen de los
procesos de lucha en las diferentes regiones, ciudades o estados.
Algunas organizaciones piensan que ya han agotado las estrategias
pacíficas y otras, en cambio, son "primerizas" y empiezan con tácticas
suaves, empleadas por todos los movimientos en sus orígenes. En ese
estadio inicial ubico a "yo soy 132". Sin embargo, la unidad que hasta
ahora ha mantenido, contra todo pronóstico, no se debe sólo a su
carácter lego, sino a su estructura predominantemente democrática. La
legitimidad de las decisiones del movimiento deviene de las asambleas
locales de cada colegio, escuela o universidad, por lo que moderados y
radicales tienen la posibilidad de ganar posiciones limpiamente (esto en
caso de que no se esté reciclando la experiencia del Consejo General de
Huelga del '99, donde fósiles del activismo estudiantil y otros
extraños especímenes manipulaban la votación de las asambleas generales
para imponer iniciativas desatinadas que representaban un franco
sabotaje interno).
Una
de las virtudes del movimiento yo soy 132 es que está conformado por
gente muy joven, con escasos vínculos orgánicos, políticos o emocionales
con lo que fue la izquierda mexicana socialista. Lo considero una
virtud porque quienes estuvimos en la lucha político-ideológica en las
décadas anteriores éramos portadores de vicios, sectarismos,
dogmatismos, vanguardismos, autoritarismos, etc. que nos hicieron mucho
daño y le hicieron flaco favor a nuestras causas. Sin embargo, la virtud
se convierte en desventaja si los jóvenes no alcanzan una comprensión
profunda sobre la imposibilidad de que exista un capitalismo con rostro
humano, un libre mercado justo o un sistema financiero independiente del
crimen organizado. Así, aunque metas como la democratización de los
medios sean concretas y hasta parezcan modestas al lado de una izquierda
que se propuso la transformación revolucionaria de la sociedad, deben
valorar, antes que nada, si es posible realizarlas bajo el actual
sistema socioeconómico y, en caso contrario, deberán replantearse sus
objetivos.
Los
errores, las derrotas y la manera en que el Estado ha intentado borrar a
la izquierda de la memoria colectiva no excusan a la juventud de
investigar quiénes fueron los agraristas, los anarquistas, los
comunistas, los guerrilleros y los neozapatistas en el siglo XX, en qué
creían, por qué y cómo lucharon. Investigarlo a fondo, lejos de toda
condena o idealización apriorísticas. Nos guste o no, las nuevas
generaciones de activistas son hijas de todas esas derrotas, pero
también de las victorias, que las hubo, aunque no siempre o casi nunca
cubrieran las expectavias. Sólo en ese espejo de lo que fueron los
antepasados políticos la gente puede encontrar motivación suficiente
para continuar movilizándose. Todos los derechos de los que gozamos en
la actualidad, sin excepción, han sido fruto de la lucha política y
social. Estamos en deuda con quienes lucharon por nosotros y tenemos que
seguir su ejemplo para que las próximas generaciones no reciban el
mundo en peor estado del que nosotros lo encontramos. Si nos
desmovilizamos, no sólo les cancelaremos el futuro a los que vienen sino
que corremos el riesgo de perder lo que otros conquistaron para
nosotros. Es pues una doble derrota: la de vivos y muertos. Así, es
importante desprenderse de la idea un tanto soberbia de que se está
inaugurando una lucha completamente nueva y diferente a los experimentos
del pasado. Hay que aceptar simple y llanamente que hay un caudal de
experiencia acumulado que se debe conocer y aprovechar.
Siendo
tan obvio que el eje ideológico de los 132 no es la historia de
batallas de la izquierda y menos aún el marxismo en sus variopintas
corrientes, ¿cómo se logró la unificación de principios? Es evidente que
los más jóvenes se han formado políticamente a través de las redes
sociales, su maestro ha sido el ciberactivismo. El ciberespacio, símbolo
por antonomasia de la posmodernidad, es un mundo líquido, de un
relativismo alucinante. El vertiginoso ritmo de las redes no deja mucho
lugar para el pensamiento crítico, reflexivo y fundamentado, que toma
tiempo en formularse, por el contrario, éstas se han convertido en
terreno fértil para el despliegue de la lucha ideológica. Si se nos
permite sacar a Althusser del baúl de los recuerdos, se puede sostener
que la verdad o la mentira han dejado de tener un valor intrínseco y
cualquier afirmación cobra fuerza por los efectos de verdad que genera.
Cualquier imagen, noticia o dicho que se presente con contundencia
retórica o moral, tiene todas las posibilidades de elevarse all rango de
verdad y difundirse viralmente. En estas circunstancias, era difícil
creer que las redes tuvieran un valor pedagógico pero precisamente por
eso lo han tenido, ya que a pesar del abuso que han hecho de ellas los
conspiranoicos, los alarmistas, los catastrofistas, los rumorólogos, los
fuenteovejunos y demás especímenes que pueblan el ciberespacio, también
hay hechos que han podido darse a conocer en tiempo real,
autentificarse a través de testimonios directos y filmaciones en el
lugar de los hechos. Numerosos videos sobre la masacre de Aguas Blancas,
la de Acteal, el ataque terrorista en Atenco con su saldo de muertos,
presos y mujeres violadas, los testimonios de activistas oaxaqueños
torturados entre 2006 y 2007, los relatos de las vicisitudes que
atraviesan los migrantes a su paso por México, las denuncias de las
víctimas de la narcoguerra, las violaciones masivas y sistemáticas a los
derechos humanos durante el sexenio de Calderón, las evidencias de la
compra monumental de votos en la pasada elección, todo, todo está ahí,
al alcance de quien tenga la paciencia para informarse de
acontecimientos sobre los que los medios de comunicación hegemónicos
nunca dieron cuenta cabal y éticamente. No importa si los jóvenes no
saben qué son la OCSS, las Abejas, el FDPA o la APPO, saben que fueron
salvaje e injustificadamente reprimidos y eso basta para que generen una
empatía moral hacia ellos. Asimismo, podrán ser orgánica y
políticamente ajenos al PRD, al que rechazan como parte de una
partidocracia putrefacta, pero saben que el PRI y el PAN han sido los
principales traidores a la democracia. Armados de intuiciones acertadas e
indignación moral, sublevados contra un presente de pesadilla que
presagia un futuro peor, los 132 han hecho su propia versión del "¡ya
basta!" y, como los zapatistas en '94, han interpelado a una parte de
la sociedad que sintoniza la misma frecuenta de hartazgo y exasperación.
Esta generación, a la que le entregamos un México despedazado, con un
movimiento social fracturado, y de la que no esperábamos nada, nos ha
hecho vibrar de emoción con su entusiasmo por el cambio. Sería un error
endosarles la obligación de que realicen nuestros sueños frustrados o
nuestros deseos más íntimos, antes bien, habría que explicarles por qué
quienes los antecedimos no pudimos lograr nuestro cometido. Que no se
equivoquen igual, que no se desanimen ni deserten ante las derrotas, que
tengan un buen soporte discursivo, que no pierdan tiempo y energía
barriendo la cizaña, que vean en la diversidad una oportunidad y no un
obstáculo para avanzar, que sean tenaces, autocríticos, estratégicos y
propositivos, que no conciban la lucha como una enfermedad estudiantil
que se cura con la adultez, que no repitan la fruslería de que es mejor
incorporarse al sistema para intentar cambiarlo desde adentro, que
aprendan a combinar la flexibilidad con la congruencia, es lo que les
recomendamos humildemente. Asimismo, les pedimos que no adopten la
resistencia no violenta ni la acción directa como cuestiones de fe. El
arte de "medirle el agua a los camotes" y actuar en función de las
necesidades de la coyuntura, es uno de los retos más complejos de
cualquier movimiento.
De la resistencia no violenta a la acción directa
Algo
que ha llamado la atención de propios y ajenos es la aparente obsesión
de los 132 con su imagen. Algunos lo llaman tibieza, otros prudencia. La
lucha social no puede ser vista bajo ninguna circunstancia como
concurso de popularidad. Las acciones de protesta siempre perjudican a
terceros: marchas, mítines, boycotts a productos o establecimientos
comerciales, etc. tienen por objetivo afectar la productividad para
llamar la atención sobre una demanda concreta. No son actos de catarsis,
ni recursos simbólicos para ofrecer una resistencia moral ante la
aparente imposibilidad de hacer algo más contudente. Por eso, si no son
acciones que se planteen dentro de un marco estratégico, se nulifican a
sí mismas, generando desgaste y desencanto. El movimiento ha utilizado
el recurso de las marchas hasta el desperdicio, convirtiéndolas en
verdaderos cartuchos percutidos. Cuando la asistencia va en decremento,
las marchas dejan de ser una manifestación de fuerza y pueden leerse
como un signo de debilidad: el enemigo cantará victoria ante el desgaste
evidente. El movimiento debe pues aprender las virtudes de la
invisibilidad a través de un repliegue táctico, que permita reorganizar a
los simpatizantes, digerir la experiencia previa y preparar con más
cuidado el terreno y la estrategia a seguir. Las metas del movimiento
determinan las formas de lucha, pero éstas deben aplicarse con un
sentido gradual y proporcional a las demandas. De nada sirve repetir
siempre las mismas acciones si no hay progreso en los resultados. La
nulidad de la protesta puede llevar a algunos al desencanto y a otros a
buscar formas de lucha "superiores", como la acción directa. Sin
embargo, si el movimiento se desgasta de antemano, la pretensión de una
de las partes de intensificar el tono de las acciones puede dar la
puntilla: las metas no sólo no se lograrán sino que la actuación de los
radicales puede servir de pretexto para reprimir y desmovilizar a los
pacíficos. Esto no significa que los radicales sean los malos de la
película, sino que deben tener la precaución de construir una mayoría
política y una correlación de fuerzas favorable para impulsar sus
tácticas, porque de lo contrario serán calificados como una minoría
autosaboteadora y, desde la perspectiva de los conspiranoicos, como los
provocadores e infiltrados que revientan movimientos a sueldo. Mientras
"moderados" y "radicales" mantenga la misma agenda, tienen la
obligatoriedad de ponerse de acuerdo, negociar y ceder. Cuando cada
facción empieza a jalar por su lado, anula automáticamente las
probabilidades de obtener una victoria. El gobierno siempre aprovechará
el desacuerdo para establecer una dicotomía entre manifestantes buenos y
malos. Sin embargo, los "buenos" no obtendrán ninguna concesión más
allá de ser una oposición admitida. Toda victoria pasa por la
correlación de fuerzas y la negociación. El movimiento debe inventar una
forma de hacer realpolitik desde abajo, que le permita anticipar y
rebasar las estrategias con las que el enemigo pretende destruirlo.
Escribo esto pensando en los términos de la protesta civil pacífica y sin afán de condenar o ensalzar a ningún bando. En otros contextos la dinámica política puede cambiar sustancialmente. En la etapa de la guerra sucia, ni las guerrillas ni el movimiento social democrático contaban con una mayoría relativa. Ambos eran actores que presionaban al régimen desde posiciones tan opuestas que a veces chocaban entre sí. Los demócratas querían abrir el sistema electoral a los partidos de la izquierda semilegal, mientras que la ultraizquierda le apostaba a la toma del poder para destruir el capitalismo y el Estado de clase burgués. Los demócratas tenían presencia en algunos sindicatos y entre algunos grupos campesinos y urbano-populares. Las guerrillas tenían bases sociales aún más pequeñas y una potencia de fuego limitada, sin embargo eran persistentes en su campaña de hostilización de las "fuerzas del enemigo". Secuestraron o asesinaron a algunos de los hombres y mujeres más ricos del país (o de los estados), protagonizaron enfrentamientos callejeros con las fuerzas del orden cotidianamente, asaltaron bancos al por mayor. No lograron lo que se proponían pero generaron el "efecto del ala radical": el gobierno tuvo que ceder a las demandas de los "moderados" para 1) convertirlos en aliados contra los ultras, 2) mandar una señal a los ultras sobre los beneficios de convertirse en moderados y 3) deslegitimar la lucha de los ultras ante el resto de la sociedad. Los guerrilleros que sobrevivieron a esos años consideran que ellos pusieron el banquete y los demócratas se lo comieron. Dos décadas de violencia (60's y 70's), con miles de torturados, muertos y desaparecidos, obligaron al PRI a abrir el sistema electoral a la izquierda. Una victoria pírrica si se quiere, pero a la cual partidos como el PRD y el PT le deben todo. Desde luego, si los guerrilleros se hubieran propuesto construir una amplia base social antes de abrir hostilidades, la historia habría sido muy otra.
Confiemos en que la cerrazón del régimen y las formas caducas con las que la clase política gobierna no sean el caldo de cultivo para una reedición de la "guerra de los justos". En el contexto actual, el resultado sería imprevisible.
Escribo esto pensando en los términos de la protesta civil pacífica y sin afán de condenar o ensalzar a ningún bando. En otros contextos la dinámica política puede cambiar sustancialmente. En la etapa de la guerra sucia, ni las guerrillas ni el movimiento social democrático contaban con una mayoría relativa. Ambos eran actores que presionaban al régimen desde posiciones tan opuestas que a veces chocaban entre sí. Los demócratas querían abrir el sistema electoral a los partidos de la izquierda semilegal, mientras que la ultraizquierda le apostaba a la toma del poder para destruir el capitalismo y el Estado de clase burgués. Los demócratas tenían presencia en algunos sindicatos y entre algunos grupos campesinos y urbano-populares. Las guerrillas tenían bases sociales aún más pequeñas y una potencia de fuego limitada, sin embargo eran persistentes en su campaña de hostilización de las "fuerzas del enemigo". Secuestraron o asesinaron a algunos de los hombres y mujeres más ricos del país (o de los estados), protagonizaron enfrentamientos callejeros con las fuerzas del orden cotidianamente, asaltaron bancos al por mayor. No lograron lo que se proponían pero generaron el "efecto del ala radical": el gobierno tuvo que ceder a las demandas de los "moderados" para 1) convertirlos en aliados contra los ultras, 2) mandar una señal a los ultras sobre los beneficios de convertirse en moderados y 3) deslegitimar la lucha de los ultras ante el resto de la sociedad. Los guerrilleros que sobrevivieron a esos años consideran que ellos pusieron el banquete y los demócratas se lo comieron. Dos décadas de violencia (60's y 70's), con miles de torturados, muertos y desaparecidos, obligaron al PRI a abrir el sistema electoral a la izquierda. Una victoria pírrica si se quiere, pero a la cual partidos como el PRD y el PT le deben todo. Desde luego, si los guerrilleros se hubieran propuesto construir una amplia base social antes de abrir hostilidades, la historia habría sido muy otra.
Confiemos en que la cerrazón del régimen y las formas caducas con las que la clase política gobierna no sean el caldo de cultivo para una reedición de la "guerra de los justos". En el contexto actual, el resultado sería imprevisible.
Comentarios
Publicar un comentario