El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, las víctimas de la guerra y la coyuntura electoral

De los grandes problemas estructurales que padece México (pobreza, desempleo, inseguridad, etc.) uno de los que ha transformado más hondamente las relaciones sociales es, sin duda, el de la cotidianización de la barbarie. En seis años la sociedad ha escalado a unos niveles de violencia que, por sus características y su frecuencia, no se habían visto desde la revolución de 1910. Esta violencia no es espontánea, sino producto de tres décadas de neoliberalismo, así como de la creación de un libre mercado clandestino por el que circulan drogas, armas y personas despojadas de sus derechos. El adelgazamiento del Estado y su abdicación de las funciones sociales provocó que millones de mexicanos migraran a los Estados Unidos, se insertaran en la economía informal o se involucraran en el crimen organizado. No ha habido hasta la fecha una rectificación ni una disculpa. Los gobiernos neoliberales siguen sin entender que no pueden arrojar a millones de personas vivas a la basura sin que esto se traduzca en la destrucción irreversible del tejido social. La profunda anomia en la que vivimos es el resultado más inmediato de dejar a la gente a su suerte, para que se las arregle como pueda, y si no tiene imaginación autogestiva, peor para ella. Los desechos sociales han cobrado forma en la modalidad de ejércitos de sicarios, de entre 12 y 35 años de edad. Estos jóvenes han crecido en medio de privaciones y sin ningún referente moral,  por lo que están dispuestos a cometer las peores atrocidades a cambio de dinero y un status de respetabilidad forzada, todo lo cual les fue negado dentro de la legalidad. No sólo buscan lo que les fue vedado, también están ávidos de venganza. Sus crímenes no tienen perdón humano y francamente no sé qué clase de dios podría perdonarlos. No obstante, más imperdonable aún resulta el hecho de que desde el Estado se sigan fomentando la precariedad y el abandono social más extremo. Es un imperativo moral poner fin al neoliberalismo, pero decir esto en una sociedad que parece haber claudicado en las normas morales, parece una meta utópica.

La contraparte de este crimen sistémico es la multiplicación exponencial de las víctimas. Todos los que carecemos de poder y representación real somos víctimas sociales, pero lo que resulta verdaderamente lesivo para la humanidad es que  miles de mujeres y hombres de todas las edades sean cotidianamente descuartizados, desollados, torturados, violados, asesinados con los métodos más salvajes o desaparecidos sin dejar rastro. No hay palabras, lágrimas, gritos ni silencios que alcancen para describir el efecto que esta violencia sistemática y normalizada tiene sobre quienes aún conservamos valores humanos, ya no se dija sobre los familiares de las víctimas de estos ultrajes. A quienes compartimos una depresión crónica ante esta ola de sangre y dolor, dirijo las siguientes reflexiones.
                                                                           
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Personalmente, me tiembla la mano para escribir sobre este tema porque me provoca un sufrimiento inefable y no ha habido un sólo día desde el 2004 en que no haya tenido un pensamiento dedicado a los asesinados y los desaparecidos. No, no tengo la desgracia de tener un ser querido en esas circunstancias, pero en ese año comencé a apoyar a los familiares de los desaparecidos de la guerra sucia de los '60 y '70 que no estaban organizados bajo ninguna instancia. La mayoría de las madres de desaparecidos que conocí han muerto en los últimos ocho años sin haber recibido nunca apoyo, solidaridad ni una palabra de consuelo de ninguno de los movimientos que ostentan la representatividad de las víctimas. Mientras Rosario Ibarra pretendía detentar el monopolio del sufrimiento y hacer con él un chantaje moral para obtener cargos de representación popular una y otra vez, había otras mujeres campesinas en la sierra de Atoyac que se dormían con la esperanza puesta en un milagro que les hiciera conseguir dinero para poder comprar medicinas, porque no querían morir de enfermedades -originadas en el desamparo- sin encontrar a sus hijos, esposos o hermanos. Visualizar estas disparidades e injusticias fue muy aleccionador para entender que un movimiento que se preocupe seriamente por las víctimas debe enfocarse en las cuestiones más elementales, tales como: censar a las víctimas, tejer redes de solidaridad a su alrededor, procurar que tengan una defensa legal adecuada, impulsar sus casos a través de la difusión, no revictimizarlas al dividir sus casos entre "paradigmáticos" y del montón, etc. En México se procede exactamente a la inversa: algunas organizaciones de derechos humanos se enfocan en el cabildeo para impulsar reformas jurídicas, necesarias desde luego, pero de las cuales las víctimas rara vez ven beneficios concretos, mientras que otras sólo atienden los que a su juicio son los casos más representativos de violaciones graves a los derechos humanos. No hay ninguna iniciativa de defensa colectiva del sujeto colectivo que fue agraviado colectivamente, valga la cacofónica tautología.

Con el desarrollo de la "narcoguerra" he sentido como si todo el horror que había descubierto en el estudio de la guerra sucia del pasado y en el encuentro con los agraviados fuese un día de campo al lado de una malignidad químicamente pura que cobra decenas de víctimas fatales todo los días sin excepción, desde diciembre de 2006 hasta el día de hoy, sin que nadie pueda pronosticar cuándo acabará la pesadilla. Desde el principio supe que, contrariamente a la versión oficial del "ajuste de cuentas entre narcotraficantes", la mayoría de las víctimas eran civiles inocentes, pues en diversos espacios escuché testimonios directos de sus familiares. Las vendettas se empezaban a enfocar no contra un sólo individuo sino contra familias enteras. Si alguien tenía la desgracia de tener un vínculo sanguíneo con una persona involucrada en tales actividades, tenía altas probabilidades de ser extorsionado, secuestrado o "levantado" por las células o comandos paramilitares al servicio del narco, la mayoría de las veces con el apoyo directo o indirecto de policías y militares. Pero muchas veces ni siquiera había tal parentesco, se trataba de confusiones y fallas en el sistema de inteligencia de los criminales. El problema evolucionó hasta llegar a las dimensiones actuales, en que los sicarios secuestran, matan, torturan o desaparecen no sólo con el objeto de vengarse, disputar un territorio u obtener una ganancia económica, sino por mera cuestión de entrenamiento y, en los casos más patológicos, por simple y llana diversión.

Quisiera suponer que exagero cuando digo que el país está destruído, pero al hacer un recuento de los municipios y ciudades controlados por el crimen organizado y la tendencia ascendente en la pérdida de control territorial por parte del Estado, me doy cuenta de que tal vez la verdad sea mucho más atroz y no me atrevo a pensarla. ¿Es irreversible el daño causado a la integridad nacional? ¿Hay alguna forma de impedir que el narcotráfico sea uno de los negocios ilegales más lucrativos del mundo? ¿Existe una fórmula para que la "narcoguerra" no atente contra la viabilidad del Estado o la simbiosis entre la narco-oligarquía y el Estado es un hecho consumado? Sin desestimar todo lo que se ha hecho en materia de análisis, investigación, propuestas, etc., me atrevería a decir que nadie ha ofrecido una solución integral, que pase por la lucha contra la economía paralegal liberalizada, que es la verdadera raíz del mal. 

Con el surgimiento del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) en 2011 se encendió la esperanza en muchos corazones que vivíamos con una tristeza abrumadora. Sin embargo, el movimiento volvió a incurrir en los vicios que caracterizaran a experiencias similares del pasado: división entre un ala moderada y otra radical, énfasis en casos paradigmáticos, insuficiencia de vida democrática interna, toma de decisiones cupulares y el protagonismo desbordado de un solo líder, encarnado en la figura de Javier Sicilia. Mientras el movimiento se ha anotado algunas victorias en su cabildeo institucional (del que la Ley General de Víctimas es el resultado más tangible) no parece haber sido capaz de crear una red de socorro efectivo para decenas de miles de agraviados que se encuentran en una situación desesperada. Por otra parte, a nivel mediático, el discurso y los gestos religiosos de Sicilia han llamado más la atención que las cuestiones de fondo. Sus bienintencionados besos y abrazos hacen que pase a segundo plano su mensaje.

Desde mi humilde punto de vista, uno de los problemas del MPJD es que no se conforma con tener una agenda de derechos humanos ni busca resolver las necesidades inmediatas de las víctimas, sino que se ha propuesto una agenda de reforma política que se queda muy corta ante la magnitud de los retos y que, tal y como ha sido expuesta, parece más una iniciativa de un grupo con intereses no muy explícitos que el acuerdo consensuado de las víctimas. Además, dicha agenda es promovida como algo perentorio, por lo que no es claro si está sujeta a discusión. Opino que las iniciativas que contiene son escasas y su alcance limitado, y que no propone un combate a fondo a los problemas estructurales.

En la actual coyuntura electoral, el MPJD ha emplazado a los candidatos presidenciales a dejar de lado las elecciones para hacer un pacto de unidad nacional a fin de impulsar acuerdos comunes, al margen del ganador. Sin embargo, el tiempo se agota y es inútil pedir a los candidatos que renuncien a sus intereses de grupo, que den por perdidos los millones que han invertido en sus campañas y que anulen los compromisos que han hecho con el capital nacional y trasnacional. Asimismo, la depuración interna que le exige Sicilia a los candidatos en sus partidos es un absurdo kafkiano, puesto que dos de los cuatro candidatos deberían estar tras las rejas: Enrique Peña Nieto por el crimen de Atenco y Josefina Vázquez Mota por el desvío de recursos para campañas electorales durante su paso por la SEDESOL.

Por otra parte, Sicilia defiende apasionadamente el voto nulo como la única forma de mantener la pureza de lo que considera la vanguardia moral del país, a razón de que las víctimas han sido discriminadas en las propuestas electorales. Nuestro dolor no cabe en las urnas, dice. Por consiguiente, el poeta considera que los millones de mexicanos que saldremos a votar a las calles no tenemos dignidad ni escrúpulos (Javier Sicilia llama a la sociedad a votar en blanco). Mi postura personal al respecto es un choque estruendoso entre mi razón y mi moral. He visto a los familiares de los desaparecidos tocar todas las puertas de todas las instancias locales, estatales y federales, sin obtener respuesta alguna. Me han contado cómo han buscado a sus seres queridos en fosas clandestinas, en medio de jirones de ropa, huesos, dientes, sangre seca y carne en descomposición, así como en sórdidas morgues donde les han mostrados colecciones de cabezas irreconocibles. Sé que padecen insomnio, pesadillas y todos los síntomas del stress postraumático, y que su vida se consume entre la incertidumbre y la esperanza de tener alguna noticia que les devuelva el alma al cuerpo. Sé que difícilmente pueden hablar de lo que sienten porque se les hace un nudo de opresión en el pecho, un vacío en el estómago y se derriten en un mar de llanto. El suyo es un sufrimiento tan absoluto e inconmensurable que me repugna infinitamente la idea de que alguien quisiera hacer uso de él con fines políticos.

Si algún candidato hubiera utilizado a las víctimas como slogan de campaña, señuelo o fetiche, hubiera comprometido seriamente su imagen pública. EPN y JVM obviaron el tema de las víctimas porque como funcionarios públicos o representantes populares fueron corresponsables del problema y han demostrado que los daños colaterales los tienen sin cuidado. AMLO lo ha manejado con prudencia, tomando distancia y hablando en términos generales sobre el combate social a la violencia, la inseguridad y la inequidad. Si hubiera hecho lo contrario lo habrían tachado de oportunista y de lucrar políticamente con el dolor ajeno. Quadri se ha manifestado a favor de la continuación de la estrategia calderonista que ha enlutado al país y no fue sino hasta los Diálogos por la Paz en el Castillo de Chapultepec que externó empatía por las víctimas.

En suma, creo que las víctimas acumulan demasiado agravio y es absolutamente legítimo que se abstengan de participar en el proceso electoral o anulen su voto; sería mezquino y abyecto lincharlas por eso. En lo que no estoy de acuerdo es que se utilice una postura ética como estandarte para plantear una plataforma política, y tampoco comparto la idea que el MPJD tiene de sí mismo como el último reducto moral del país. Porque aceptar los términos del movimiento sería caer en la misma lógica de Isabel Miranda de Wallace, quien pretende que su condición de víctima legitima su aspiración a ser jefa del gobierno del Distrito Federal. No es mi intención ofender a nadie, pero los muertos no son un argumento político. Quisiera, como muchos, que la política se hiciera bajo estrictos principios éticos, pero eso en México sólo ha pasado excepcionalmente y en esta coyuntura de envilecimiento nacional, no es algo que vaya a ocurrir. En términos exclusivamente morales tenemos que combatir esa falta de ética. En términos estrictamente políticos, no es estratégico actuar bajo la lógica de que si no pasa exactamente lo que uno quiere habría que anular todo el proceso en cuestión.

Afortunadamente, Javier Sicilia no es un líder individualista en busca de beneficios personales, sin embargo, pretende que el país gire en torno a las víctimas, ni siquiera al total de ellas, sino a las que se han agrupado en el MPJD (hay que recordar que el sector "radical" del movimiento tiene otro programa muy distinto). El poeta critica que el proceso electoral no se detenga y que no se convoque a los actores para acordar un pacto de unidad nacional, pero siendo realistas los intereses económicos que están en juego hacen imposible un acuerdo entre los de abajo y los de arriba, víctimas y victimarios. También cuestiona que el triunfo de un candidato -en concreto AMLO- vaya a resolver los grandes problemas nacionales, pero la agenda política que en su calidad de vocero del MPJD ha propuesto, está muy lejos de darles salida. Siendo honestos, sólo una plataforma política internacional basada en la legalización de las drogas y en un control estricto sobre su producción y distribución, podría acabar con la guerra en México.

A estas alturas, puesto que el MPJD ha dejado de actuar exclusivamente como un referente en la defensa de los derechos humanos y se ha constituido en algo más o menos parecido a un grupo de presión, lo más sano y lo más correcto es que deje de actuar en nombre de las víctimas y se declare abiertamente político, para dejar de mezclar niveles. Probablemente es algo que digo muy desde mi subjetividad, porque el dolor de esa gente es para mí sagrado y no quiero que nadie lo utilice para ninguna finalidad, aún si se tratase del más noble cometido.

Finalmente, creo que lo que Javier Sicilia no acepta es que la apuesta de millones de mexicanos que participaremos en las elecciones parte también de una postura ética en contra del retorno del PRI, que nos subleva incluso más que la partidocracia misma. Nosotros también estamos hasta la madre de ver correr ríos de sangre y de que México sea un referente mundial en violencia y otras cosas terribles (véase mi post Algunos indicadores sobre México). Nadie, absolutamente nadie, tiene autoridad para decirle a la gente que se espere otro sexenio mientras nos ponemos de acuerdo para impulsar la unidad nacional. Llamar a los ciudadanos a soportar seis años más bajo la hegemonía del PRI o el PAN (los dos partidos que han contribuido ampliamente a la tragedia actual) y no darle a la izquierda electorera la oportunidad de promover reformas, así sean parciales e insuficientes, es políticamente inaceptable. Así, mientras respeto el abstencionismo o anulismo electoral de las víctimas y sigo dispuesta a caminar a su lado, defenderlas y  darles la mano, como lo he hecho siempre que mis condiciones me lo han permitido, también pido respeto para mí y para todos aquellos que creemos que con AMLO se escribirá un futuro distinto al que ofrece la derecha más atroz. No sé si será ligeramente distinto o muy distinto, pero sé que eso depende completamente de nosotros, de nuestra capacidad de respuesta y organización y de nuestra entereza para hacer frente a la barbarie.

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