Reflexiones sobre la toma del poder y la izquierda en México (1)
I. La lucha dentro de los confines electorales
En
una democracia electoral más o menos funcional como la francesa, todas
las expresiones del espectro político, desde la ultraderecha hasta la
izquierda radical, tienen la posibilidad de participar en la contienda
electoral y un hipotético voto nulo masivo tendría sentido como un
mecanismo efectivo para manifestar el rechazo por las opciones
existentes. Las instituciones son confiables y nadie pone en duda el
resultado final de la elección.
En
el caso mexicano, los partidos tradicionales no reflejan la pluralidad
política de los mexicanos, las minorías no pueden acceder de ningún modo
a la competencia electoral, las instituciones encargadas de los
comicios están reprobadas ante los ojos de un considerable sector de la
población y el voto nulo y la abstención no tienen ningún efecto como
mecanismo de presión para evidenciar el malestar ciudadano.
Por
las restricciones inherentes a la conformación de nuevos partidos
políticos, los únicos que han podido acceder al registro electoral lo
han hecho con el apoyo de empresarios y líderes corporativos, como es el
caso del PANAL y el PVEM, ideológicamente afines al PRI y al PAN,
conformando así cuatro expresiones de la derecha neoliberal ortodoxa,
cada una con matices cuasi imperceptibles. Por otra parte, lo que tienen
en común el PRD, PT y Movimiento Ciudadano es que en sus filas militan
tanto desertores del PRI como luchadores sociales genuinos. Estos tres
partidos han defendido posiciones tanto de centro-derecha como de
izquierda, lo que dificulta su clasificación. Esto significa que México
adolece de un partido electoral que pueda ser llamado de izquierda sin
vacilaciones, tanto por la calidad de su militancia como por sus
propuestas y logros. Algunos partidos de la izquierda independiente y
social han intentado conseguir su registro electoral o formar un nuevo
partido, pero uno de sus principales problemas es que no cuentan con
miembros suficientes para acreditarse y, cuando han logrado el añorado
registro, lo han perdido casi de inmediato, pues no pueden conquistar el
voto ciudadano con su plataforma, además de que la estructura política
está diseñada para favorecer, tendencialmente, a los partidos más
grandes.
Históricamente,
desde comienzos de la década de los ochenta, la izquierda electoral
tuvo que hacer varias alianzas y fusiones para poder crecer como una
fuerza a nivel nacional. De esta manera, socialistas, comunistas,
trotskistas, liberales de izquierda, socialdemócratas, nacionalistas y
hasta ex-guerrilleros tuvieron que hacer a un lado su tradicional
sectarismo y desdibujarse ideológicamente en pos de la unidad, puesto
que llegaron a la conclusión de que, por separado, no iban a conquistar
los anhelados cargos de representación popular. Si para 1982 el objetivo
original consistía en llegar al poder por la vía electoral para
impulsar una agenda socialista, con el paso de los años el medio se
convirtió en fin, la izquierda electoral se divorció de las masas y de
los movimientos sociales y se transformó en una bestia de cien cabezas
entrampada en pugnas internas y externas por el poder. Desde luego, me
refiero al PRD fundado en 1989.
El
sistema político vigente, que se originó en 1977 con la primera reforma
política importante, ha dado lugar a una partidocracia en la que los
ciudadanos son cada vez más ajenos a sus supuestos representantes y no
se sienten escuchados ni tomados en cuenta para las decisiones que
afectan al país. Para algunos, la salida del laberinto se encuentra en
las candidaturas ciudadanas, las cuales serían un eslabón más en la
entronización del individualismo político. En un país donde un puñado
cada vez más pequeño de individuos son obscenamente ricos y poderosos,
este tipo de candidaturas son un contrasentido, pues nada sería tan
fácil para los empresarios como colocar a sus represantes en los
partidos políticos y, al mismo tiempo, contar con representantes
propios, quienes a través del marketing tendrían garantizado el acceso a
cualquier cargo de elección popular. La contraparte para que esta
perversa ecuación funcione es, por supuesto, un inmenso sector de la
población sin la menor formación política, sensible a la manipulación de
los medios hegemónicos.
Por
otra parte, algunos piensan que un movimiento ciudadano pacífico y de
masas podría forzar la reconfiguración del sistema político. No
obstante, no es realista creer que tal movimiento pudiera provocar el
reacomodo o incluso la disolución de los partidos políticos existentes
con miras a crear nuevas formas de representación política. Los partidos
tiene una estructura más o menos compleja a nivel nacional y enganchan a
cientos de miles de personas con la promesa de gestionarles servicios y
recursos, asimismo, funcionan como agencias de colocación cuando sus
miembros ganan, compran o roban elecciones. Promover el desanclaje del
poder de los partidos confrontaría a dos sectores de la población a un
nivel que no podría dirimirse pacíficamente. Los alcances del movimiento
ciudadano pacífico, enfocado en reformas electorales, se preveen
estrechos, aunque nunca hay que subestimar lo que un contingente de
personas preparadas, comprometidas, organizadas y tenaces puede lograr.
II. Lucha armada y autonomía
Si
el cambio no puede ser pacífico, es inevitable voltear a ver con muchas
interrogantes y ninguna certeza el sendero de la vía armada. En México
ha habido dos oleadas de movimientos armados en el último medio siglo:
la de la década de los sesenta y setenta y la de los noventa. En el
primer caso, una cuarentena de organizaciones político-militares y
comandos guerrilleros intentaron tomar el poder, acabar con el Estado
burgués y con el capitalismo mismo, a fin de instaurar un régimen
socialista. Los ecos de la derrota del socialismo armado aún se
resienten, y los miles de muertos y desaparecidos, de los que sólo se
habla en silencio (valga la paradoja) dejaron en sus círculos sociales
heridas que nunca han podido ser restañadas, debido a la monstruosa
impunidad que caracteriza al Estado mexicano. Los grupos armados de la
década de los noventa lograron hacerse de ciertas bases sociales, pero
sus movimientos se regionalizaron y fueron fácilmente cercados y
destruidos, logrando la desmovilización de los participantes. Una parte
de estas organizaciones compartía el viejo proyecto socialista, aunque
con el paso de los años han evolucionado hacia comandos justicieros, de
autodefensa o en resistencia armada permanente. El EZLN mutó también de
una identidad socialista hacia un proyecto propio, indianista,
autonomista y autogestivo. Su resonancia internacional ha sido hasta la
fecha la principal razón por la que los sucesivos gobiernos se han
abstenido de consumar su exterminio, apostándole a una lógica de
golpeteo y desgaste de sus bases de apoyo para "neutralizar" el
problema.
Los
resultados de cualquier movimiento armado son imprevisibles. La
revolución de 1910 llevó al poder a la llamada dinastía sonorense, un
final inimaginable para las muchas facciones participantes en el
movimiento. En el caso de la llamada "guerra sucia" de los 60 y 70,
estudiantes, profesionistas y campesinos radicalizados apostaron todo
cuanto tenían a la lucha por la emancipación del país -del capitalismo y
del imperialismo yankee- y recibieron a cambio tortura, cárcel,
encierro, desaparición forzada y el rechazo o el desconocimiento de la
sociedad. No obstante, fue su lucha la que motivó al presidente José
López Portillo a promulgar la reforma política de 1977, que fue
aprovechada por el PCM (comunistas), el PST (socialistas), el PRT
(trotskistas) y el PMT (nacionalistas de izquierda), precisamente
aquellos a quienes los guerrilleros consideraban unos traidores por no
haberse comprometido con la revolución armada. ¿Moraleja? Podríamos
tomar las armas en una lucha larga, desgastante, dolorosa y al final
quizá un individuo con características semejantes a las de Andrés Manuel
López Obrador, si bien nos va, podría llegar al poder.
¿Qué lecciones han dejado los movimientos armados en los últimos 50 años? En principio, que la lucha armada no se basta por sí misma y debe combinarse con otras expresiones del movimiento social para alcanzar un radio de acción más amplio y una incidencia real. Segundo, que ningún movimiento regional, por mucho apoyo popular que tenga, tiene la fuerza suficiente para extenderse y alcanzar una dimensión verdaderamente nacional. Tercero, que después de una lucha larga, encarnizada y heroica, con muchas víctimas fatales de por medio, los resultados pueden no coincidir en nada con las expectativas. Cuarto, que la lucha armada es producto de la combinación de condiciones estructurales y subjetividades radicalizadas, en otras palabras, no es algo que pase fatalmente ni tampoco a resultas de meras voluntades individuales. Por lo tanto, su ocurrencia es impredecible.
¿Qué lecciones han dejado los movimientos armados en los últimos 50 años? En principio, que la lucha armada no se basta por sí misma y debe combinarse con otras expresiones del movimiento social para alcanzar un radio de acción más amplio y una incidencia real. Segundo, que ningún movimiento regional, por mucho apoyo popular que tenga, tiene la fuerza suficiente para extenderse y alcanzar una dimensión verdaderamente nacional. Tercero, que después de una lucha larga, encarnizada y heroica, con muchas víctimas fatales de por medio, los resultados pueden no coincidir en nada con las expectativas. Cuarto, que la lucha armada es producto de la combinación de condiciones estructurales y subjetividades radicalizadas, en otras palabras, no es algo que pase fatalmente ni tampoco a resultas de meras voluntades individuales. Por lo tanto, su ocurrencia es impredecible.
En
el corto plazo no se observa ningún indicio de que pudiera suscitarse
un levantamiento armado, pese a las voces alarmistas que piensan que la
pobreza, el desempleo, la inseguridad, etc, conducirán inevitablemente a
él. La disputa de los cárteles por el territorio también ha tenido como
resultado colateral (¿o programado?) que la gente no pueda organizarse
autónomamente con fines pacíficos, mucho menos violentos. Así pues, en
un país devastado, con profundos desequilibrios macroestructurales y una
población mayoritariamente pauperizada y despolitizada, la palabra
revolución se escucha como un eco demasiado lejano.
¿Hay
alguna otra alternativa política? Algunas personas piensan que hay que
olvidarnos del envilecido sistema político y económico y actuar al
margen de él. Jóvenes sinceramente comprometidos con las causas sociales
se han involucrado, desde trincheras ideológicamente opuestas, en
proyectos autonomistas y/o autogestivos. Por un lado están aquellos que
forman sus propias ONG's o se integran a éstas para trabajar en
comunidades en las que pareciera que el Estado no ha llegado ni siquiera
en sus expresiones más elementales (servicios públicos, DICONSA,
Oportunidades, etc.). En otras palabras, estas ONG reemplazan las
funciones del Estado hasta donde les es posible, pero dependen en buena
medida del financiamiento exterior, aunque casi nunca se transparenta
cuáles son los objetivos de las agencias internacionales para apoyar
esta clase de proyectos. Pensar que un organismo de esta naturaleza
brinde recursos como un mero acto de caridad o justicia redistributiva
(del primer al tercer mundo) es, por decir lo menos, iluso. No es un
tema que venga a la discusión pero en un sinnúmero de casos dichas
agencias han introducido agendas que, por su carácter político,
religioso, cultural o económico, han contribuido a la generación de
fricciones intra e intercomunitarias.
En
el extremo opuesto, se encuentran los municipios autónomos, de los que
las comunidades zapatistas han sido a la fecha los principales
exponentes. En la base de este proyecto se encuentra un genuino
empoderamiento colectivo, que se traduce en que las comunidades
mantengan los espacios liberados bajo su jurisdicción interna, en
beneficio propio. Es difícil criticar los resultados del autonomismo
comunitario porque lo que ahí se construye ha tardado décadas en
solidificarse y se ha hecho ponderando valores de solidaridad,
cohesión, igualdad, etc., tan escasos en estos días. Sin embargo, la
fantasía de la autonomía oblitera por completo que, a pesar de que las
relaciones sociales al interior de la comunidad sean más o menos
equitativas, ella no puede sustraerse de la dependencia al mercado
capitalista. Al tratarse, en su mayoría, de comunidades rurales, con
cultivos poco diversificados, los campesinos necesitan interactuar con
el mundo exterior para proveerse de lo indispensable para subsistir
(herramientas, fertilizantes, ganado, materiales de construcción, medios
de transporte, etc.). Asimismo, necesitan colocar sus productos en el
mercado y no pueden apelar exclusivamente a la solidaridad o al comercio
justo para que las ventas se traduzcan en un equilibrio
costo/beneficio. La disparidad entre los ingresos y los egresos se ha
solventado hasta ahora con el dinero y los apoyos en especie de las
redes zapatistas de solidaridad internacional. Por otra parte, allende
esta ayuda externa, la permanencia de las comunidades zapatistas a lo
largo del tiempo se debe a que cuentan con un ejército o, mejor dicho,
una fuerza estratégica que las respalda, la cual, si bien tiene un peso
simbólico mayor que el real, está conformada por gente con un
entrenamiento militar efectivo y un arsenal básico. Ninguna comunidad
que se pretenda autónoma puede prescindir de medios de autodefensa
armada.
Ignoro
cuál sea el futuro de las comunidades autónomas, pero me parece claro
que son las icarias y los falansterios del siglo XXI y que,
parafraseando a Marx y Engels, "se ven forzados a apelar a la
filantropía de los corazones y los bolsillos burgueses" y tendrán un fin
semejante a las del siglo XIX. En ese sentido, la transferencia de
recursos de los grupos solidarios del primer mundo a las comunidades
zapatistas o a algún otro proyecto afín, se asemeja a las ayudas de la
ONU a los países más pobres del mundo, al provocar un enganchamiento que
les impide salir del círculo vicioso de la pobreza.
Estas
reflexiones son necesarias ante el entusiasmo que despiertan las ideas
autonomistas entre ciertos sectores de la juventud. En las condiciones
actuales del país, la pelea por la autonomía es un arma de dos filos.
Las comunidades indígenas y campesinas pueden vivir un fabuloso proceso
de empoderamiento, participación sostenida, reintroducción de principios
de economía moral, etc. pero no tienen resuelto el problema de su
autosustentabilidad y, sobre todo, el de la seguridad o autodefensa
armada, por lo que son más vulnerables a los ataques del gobierno, los
paramilitares y el crimen organizado, a través de una guerra de baja
intensidad. Además, si los que se liberan son pequeños pueblos y no
regiones enteras, estos pueden entrar en una dinámica confrontativa
permanente como la que ha caracterizado a las comunidades zapatistas en
su conflicto con los indígenas paramilitares de poblados
aledaños. Finalmente, es justo admitir que no todas las personas ni
todos los pueblos (mucho menos las ciudades) tienen capacidad para ser
autónomos del Estado o del sitema político. Y no sólo no pueden sino que
tampoco quieren: la fórmula "hágalo usted mismo solo o en comunidad" no
los interpela.
Diríamos
que la autonomía sin un control territorial que abarque varias
subregiones, sin relaciones económicas auténticamente autogestivas, no
tan dependientes de la solidaridad externa, y sin un cuerpo de
autodefensa militar, no tiene viabilidad alguna a largo plazo. Además,
es la violencia del crimen organizado la que hace cada vez más
inimaginable la creación de nuevos proyectos de autonomía territorial.
No olvidemos que han sido los cárteles los que han logrado contruir
estructuras tipo feudo, pero lo han hecho también con la complicidad o
aquiescencia del Estado. El fenómeno no es para subestimarse: según
algunos prospectólogos, la balcanización de México está en curso y puede
ser inexorable.
III. Nota sobre la perspectiva global
Los
comunistas de antaño creían que con tomar el poder se podía propiciar
el tránsito del capitalismo al socialismo. Tras un siglo de experimentos
más o menos fallidos, sabemos que eso no es así de mecánico: las
revoluciones pro-socialistas del siglo XXI crearon modelos de
capitalismo de Estado, dictaduras de partido y sociedades
estadocéntricas y, muy contrariamente a sus principios, no sólo no
abolieron la lucha de clases sino que en algunos casos la profundizaron.
Sin embargo, las revoluciones en general mostraron el camino de las
cosas que sí podían y debían ser transformadas.
Pensadores,
revolucionarios, activistas, han tratado de predecir el fin ulterior
del capitalismo. Desde hace dos siglos hemos venido observando la
asombrosa capacidad de éste sistema para autoregenerarse. La crisis
final probablemente será producto del agotamiento de ciertos recursos
naturales estratégicos y el consecuente colapso del sistema financiero
mundial. Sólo cuando la gente ya no encuentre condiciones para mantener
un modo de vida basado en el consumo de mercancías que son producto de
la superexplotación laboral y del medio ambiente, podremos pensar en
términos postcapitalistas. No podemos esperar con los brazos cruzados a
que eso suceda, pero tampoco podemos suponer que a fuerza de voluntad
"quemaremos etapas" o aceleraremos el proceso. Convertir ensoñaciones en
predicciones teleológicas fue uno de los grandes hierros de la
izquierda utopista del siglo XX. Así pues, el primer punto es aceptar
que la destrucción del capitalismo pasará por varias generaciones y que
probablemente habrá cambios tanto graduales como abruptos, avances
magníficos y retrocesos lamentables durante décadas o incluso siglos, si
es que antes la humanidad no se destruye a sí misma. Ni la extinción de
la lucha de clases ni la emancipación de las clases oprimidas pueden
ser obra de la pura voluntad colectiva.
El
que la revolución no sea el instrumento único para el cambio sistémico
no invalida la lucha por el poder. Cualquier proyecto emancipatorio pasa
por la toma del poder del Estado, porque si bien es cierto que los
Estados-nación están maniatados por las grandes corporaciones
trasnacionales y la oligarquía financiera internacional, sólo con el
poder del Estado se puede imprimir un cambio en la dirección de la
política económica. Un gobierno verdaderamente comprometido con las
causas justas, puede generar más propiedad social, más controles sobre
el mercado y el sistema financiero y más apoyos y protección para la
clase trabajadora en su conflicto permanente con el capital. Además, hay
un sinnúmero de problemas que sólo se resuelven con voluntad política,
tales como el reconocimiento irrestricto de los derechos de la mujer, de
las minorías sexuales, de los diversos grupos étnicos, así como la
observancia estricta de los derechos humanos en general. Sería de
esperar que un gobierno con tales características diera la misma
importancia a los derechos del planeta y de los animales y promoviera un
desarrollo sustentable y no depredador. Ningún gobierno semejante ha
llegado hasta la fecha al poder, sin embargo, algunos gobiernos de
izquierda han promovido algunas plataformas avanzadas. Nadie se
compromete con el "paquete completo" dada la presión asfixiante de los
poderes económico-ideológicos. No obstante, si un grupo de gobiernos
hiciera causa común en una coalición intercontinental, tendrían más
probabilidades de someter a la elite financiera e impulsar una agenda
global. No se trata de defender un proyecto "reformista" o
"socialdemócrata", a estas alturas las etiquetas salen sobrando. De lo
que se trata es de atender a una emergencia mundial y de imaginar rutas
de salida viables ante la serie de catástrofes que se avecinan.
La
lucha contra una minoría voraz que acapara la riqueza mundial, pese a
sus altibajos, ha sido una de las constantes del siglo XXI; no ha sido
fácil ni del todo pacífica, por la violencia que despliegan las fuerzas
de seguridad nacionales contra los inconformes. Lo cierto es que si
éstos siguen renunciando, como hasta ahora, a tomar el poder del Estado,
y siguen atenidos a manifestaciones de indignación espontáneas,
efímeras e intermitentes, nunca podrán destruir el poderío de esa
pequeña y rapaz elite global.
Hay
tres formas conocidas a través de las cuales los grupos progresitas o
de izquierda pueden tomar el poder: 1) revolución y guerra civil, 2)
movimientos sociales y revolución y 3) movimientos sociales y procesos
electorales. Las revoluciones rusa, mexicana, china, cubana y
nicaragüense, entre otras, sirven para ilustrar el primer caso. En el
segundo caso, tenemos ejemplos muy contemporáneos en los movimientos
sociales que pusieron fin a las dictaduras socialistas en Europa del
Este a fines de la década de los ochenta, pero sobre todo, en la llamada
"primavera árabe", que ocurrió en varios países del Norte de África, de
forma más o menos simultánea en el 2011. La organización ciudadana en
frentes multiclasistas, plurireligiosos y multiétnicos, y su disposición
para sostener las protestas públicas masivas, hasta las últimas
consecuencias, pese a la represión, fue un factor determinante para
derrocar a las vetustas dictaduras. En el tercer caso hay procesos de
transición democrática como los que se vivieron en España y
Latinoamérica en las últimas décadas del siglo XX, en los cuales tal
retorno a las elecciones estimuló a organizaciones y/o movimientos
sociales a respaldar a ciertos partidos, muchos de ellos híbridos de
izquierdoderecha que apelaron a la cómoda definición de centro. Así las
cosas, cuando el objetivo es la toma del poder, ni la cuestión armada ni
la electoral pueden ser tomadas como principios de fe. Las condiciones
de cada país determinan las posibilidades de acción.
IV
Quiero
reiterar que en México
no se observan condiciones para una revolución armada ni para la
gestación de
movimientos autonómicos populares, ni en el corto ni en el mediano
plazo. Una revolución ciudadana de masas, de carácter pacífico, parece
lejana aunque no imposible, sin embargo, los actores sociales tendrían
que
llegar a un nivel de radicalización que por ahora no es visible en
ninguno, más
que en pequeños grupos que mantienen un lenguaje radical por consigna,
el cual
por lo general no se ve reflejado en su praxis. Quienes han sido a la
fecha más
consecuentes entre su decir y su hacer han sido algunos grupos de
inspiración
anarquista, quienes han realizado actos de violencia esporádicos, de
carácter fundamentalmente simbólico. En un clima de violencia apoteósica
como en el que
vivimos, tales acciones no despiertan entusiasmo, interés y me atrevería
decir
que ni siquiera temor entre la mayoría de la población, en otras
palabras, no
tienen ninguna incidencia política o social. No obstante, estos grupos
se
mueven en su propio subsuelo y no podría descartarse por completo que
algún día
diesen un golpe mayor.
La
revolución ciudadana, al conjuntar a actores de diferentes clases
sociales y
niveles de politización, daría lugar en su seno a una lucha por la
hegemonía
que determinaría las estrategias y tácticas del movimiento. Sabemos que
aún si las
movilizaciones son pacíficas, la represión siempre es un riesgo latente,
así que una de las condiciones de cualquier revolución, es que la gente
esté dispuesta a morir por un cambio. Los
manifestantes pueden acudir a un repertorio de resistencia conocido pero
pocas
veces ensayado: desde la desobediencia civil (rechazo al pago de
impuestos,
boycott a ciertas empresas, etc.) hasta la acción directa (bloqueos de
carreteras,
tomas de edificios públicos y privados, de embajadas y aeropuertos e
incluso,
la toma de un poblado o ciudad).
Ni la
desastrosa guerra contra el crimen organizado, las deplorables condiciones
económicas de la mayoría de la población, la crisis de las instituciones
corrompidas y disfuncionales y la dictadura de los medios hegemónicos juntas, han
propiciado la radicalización de la sociedad. Muchas cosas tendrían que pasar
aún, a nivel nacional e internacional, para que las masas se empoderen y hagan una revolución (armada o más o menos pacífica).
La única alternativa factible en el corto plazo para un cambio en el escenario político es la vía electoral, no obstante, no se trata simplemente de legitimar a la clase política mexicana mediante el voto, sino de construir un movimiento social paralelo que tenga la fuerza para 1) ganar las elecciones y 2) obligar al candidato ganador a aceptar y ejecutar la agenda del movimiento.
Hay dos fenómenos que se han dado de forma más o menos paralela: un apoyo popular creciente a la candidatura de AMLO y el surgimiento inesperado de un movimiento estudiantil apartidista, que pone en entredicho el poder de los medios hegemónicos para imponer al candidato del PRI. El movimiento es sumamente plural, por lo que en su seno se expresan al menos cuatro facciones no muy diferenciadas aún:
1) quienes se enfocan principalmente en la democratización de los medios y se abstienen de revelar sus preferencias electorales. Estos se han aglutinado en torno a la iniciativa #yosoy132;
2) quienes consideran a AMLO como el "mal menor" y lo respaldarán en las elecciones, en su mayoría ciudadanos sin ningún tipo de militancia;
3) quienes están en contra de Enrique Peña Nieto pero no expresan apoyo a candidato alguno ni han planteado alternativas concretas para impedir su triunfo. Entre estos se encuentran algunos de los convocantes de las llamadas marchas anti-EPN, y
4) los que quisieran que el movimiento se radicalizara y se convirtiera en una réplica de la "primavera árabe".
El futuro de este novedoso movimiento estudiantil-juvenil es bastante incierto. No podemos precisar si tendrá peso en las elecciones o, incluso, si sobrevivirá a ellas. Todo depende de la capacidad de los estudiantes para organizarse y hacerse de poder de convocatoria más allá de las universidades, así como de la definición de una agenda estratégica.
Estamos ante una coyuntura única, en la que por primera vez un sector importante de la sociedad podría unirse en torno a la causa de impedir el regreso del PRI al poder ejecutivo y lograr el triunfo de AMLO. Sin embargo, no todos los ciudadanos que han alzado la voz están convencidos de votar o de hacerlo por AMLO; algunos por razones ideológicas (comunistas, anarquistas y similares) y otros porque desean emitir un voto de castigo contra todos los partidos. Lo cierto es que si los simpatizantes de AMLO no logran hacer un trabajo de convencimiento, cohesión, promoción del voto útil, etc. y los hasta ahora abstencionistas o anulistas no ceden en sus principios absolutos, probablemente se perderá la única oportunidad que existe -en el corto plazo, insisto- para promover un cambio político importante en el país.
La única alternativa factible en el corto plazo para un cambio en el escenario político es la vía electoral, no obstante, no se trata simplemente de legitimar a la clase política mexicana mediante el voto, sino de construir un movimiento social paralelo que tenga la fuerza para 1) ganar las elecciones y 2) obligar al candidato ganador a aceptar y ejecutar la agenda del movimiento.
Hay dos fenómenos que se han dado de forma más o menos paralela: un apoyo popular creciente a la candidatura de AMLO y el surgimiento inesperado de un movimiento estudiantil apartidista, que pone en entredicho el poder de los medios hegemónicos para imponer al candidato del PRI. El movimiento es sumamente plural, por lo que en su seno se expresan al menos cuatro facciones no muy diferenciadas aún:
1) quienes se enfocan principalmente en la democratización de los medios y se abstienen de revelar sus preferencias electorales. Estos se han aglutinado en torno a la iniciativa #yosoy132;
2) quienes consideran a AMLO como el "mal menor" y lo respaldarán en las elecciones, en su mayoría ciudadanos sin ningún tipo de militancia;
3) quienes están en contra de Enrique Peña Nieto pero no expresan apoyo a candidato alguno ni han planteado alternativas concretas para impedir su triunfo. Entre estos se encuentran algunos de los convocantes de las llamadas marchas anti-EPN, y
4) los que quisieran que el movimiento se radicalizara y se convirtiera en una réplica de la "primavera árabe".
El futuro de este novedoso movimiento estudiantil-juvenil es bastante incierto. No podemos precisar si tendrá peso en las elecciones o, incluso, si sobrevivirá a ellas. Todo depende de la capacidad de los estudiantes para organizarse y hacerse de poder de convocatoria más allá de las universidades, así como de la definición de una agenda estratégica.
Estamos ante una coyuntura única, en la que por primera vez un sector importante de la sociedad podría unirse en torno a la causa de impedir el regreso del PRI al poder ejecutivo y lograr el triunfo de AMLO. Sin embargo, no todos los ciudadanos que han alzado la voz están convencidos de votar o de hacerlo por AMLO; algunos por razones ideológicas (comunistas, anarquistas y similares) y otros porque desean emitir un voto de castigo contra todos los partidos. Lo cierto es que si los simpatizantes de AMLO no logran hacer un trabajo de convencimiento, cohesión, promoción del voto útil, etc. y los hasta ahora abstencionistas o anulistas no ceden en sus principios absolutos, probablemente se perderá la única oportunidad que existe -en el corto plazo, insisto- para promover un cambio político importante en el país.
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