Reflexiones sobre la toma del poder y la izquierda en México (1)

I. La lucha dentro de los confines electorales

En una democracia electoral más o menos funcional como la francesa, todas las expresiones del espectro político, desde la ultraderecha hasta la izquierda radical, tienen la posibilidad de participar en la contienda electoral y un hipotético voto nulo masivo tendría sentido como un mecanismo efectivo para manifestar el rechazo por las opciones existentes. Las instituciones son confiables y nadie pone en duda el resultado final de la elección.

En el caso mexicano, los partidos tradicionales no reflejan la pluralidad política de los mexicanos, las minorías no pueden acceder de ningún modo a la competencia electoral, las instituciones encargadas de los comicios están reprobadas ante los ojos de un considerable sector de la población y el voto nulo y la abstención no tienen ningún efecto como mecanismo de presión para evidenciar el malestar ciudadano.

Por las restricciones inherentes a la conformación de nuevos partidos políticos, los únicos que han podido acceder al registro electoral lo han hecho con el apoyo de empresarios y líderes corporativos, como es el caso del PANAL y el PVEM, ideológicamente afines al PRI y al PAN, conformando así cuatro expresiones de la derecha neoliberal ortodoxa, cada una con matices cuasi imperceptibles. Por otra parte, lo que tienen en común el PRD, PT y Movimiento Ciudadano es que en sus filas militan tanto desertores del PRI como luchadores sociales genuinos. Estos tres partidos han defendido posiciones tanto de centro-derecha como de izquierda, lo que dificulta su clasificación. Esto significa que México adolece de un partido electoral que pueda ser llamado de izquierda sin vacilaciones, tanto por la calidad de su militancia como por sus propuestas y logros. Algunos partidos de la izquierda independiente y social han intentado conseguir su registro electoral o formar un nuevo partido, pero uno de sus principales problemas es que no cuentan con miembros suficientes para acreditarse y, cuando han logrado el añorado registro, lo han perdido casi de inmediato, pues no pueden conquistar el voto ciudadano con su plataforma, además de que la estructura política está diseñada para favorecer, tendencialmente, a los partidos más grandes.

Históricamente, desde comienzos de la década de los ochenta, la izquierda electoral tuvo que hacer varias alianzas y fusiones para poder crecer como una fuerza a nivel nacional. De esta manera, socialistas, comunistas, trotskistas,  liberales de izquierda, socialdemócratas, nacionalistas y hasta ex-guerrilleros tuvieron que hacer a un lado su tradicional sectarismo y desdibujarse ideológicamente en pos de la unidad, puesto que llegaron a la conclusión de que, por separado, no iban a conquistar los anhelados cargos de representación popular. Si para 1982 el objetivo original consistía en llegar al poder por la vía electoral para impulsar una agenda socialista, con el paso de los años el medio se convirtió en fin, la izquierda electoral se divorció de las masas y de los movimientos sociales y se transformó en una bestia de cien cabezas entrampada en pugnas internas y externas por el poder. Desde luego, me refiero al PRD fundado en 1989.

El sistema político vigente, que se originó en 1977 con la primera reforma política importante, ha dado lugar a una partidocracia en la que los ciudadanos son cada vez más ajenos a sus supuestos representantes y no se sienten escuchados ni tomados en cuenta para las decisiones que afectan al país. Para algunos, la salida del laberinto se encuentra en las candidaturas ciudadanas, las cuales serían un eslabón más en la entronización del individualismo político. En un país donde un puñado cada vez más pequeño de individuos son obscenamente ricos y poderosos, este tipo de candidaturas son un contrasentido, pues nada sería tan fácil para los empresarios como colocar a sus represantes en los partidos políticos y, al mismo tiempo, contar con representantes propios, quienes a través del marketing tendrían garantizado el acceso a cualquier cargo de elección popular. La contraparte para que esta perversa ecuación funcione es, por supuesto, un inmenso sector de la población sin la menor formación política, sensible a la manipulación de los medios hegemónicos.

Por otra parte, algunos piensan que un movimiento ciudadano pacífico y de masas podría forzar la reconfiguración del sistema político. No obstante, no es realista creer que tal movimiento pudiera provocar el reacomodo o incluso la disolución de los partidos políticos existentes con miras a crear nuevas formas de representación política. Los partidos tiene una estructura más o menos compleja a nivel nacional y enganchan a cientos de miles de personas con la promesa de gestionarles servicios y recursos, asimismo, funcionan como agencias de colocación cuando sus miembros ganan, compran o roban elecciones. Promover el desanclaje del poder de los partidos confrontaría a dos sectores de la población a un nivel que no podría dirimirse pacíficamente. Los alcances del movimiento ciudadano pacífico, enfocado en reformas electorales, se preveen estrechos, aunque nunca hay que subestimar lo que un contingente de personas preparadas, comprometidas, organizadas y tenaces puede lograr.

II. Lucha armada y autonomía

Si el cambio no puede ser pacífico, es inevitable voltear a ver con muchas interrogantes y ninguna certeza el sendero de la vía armada. En México ha habido dos oleadas de movimientos armados en el último medio siglo: la de la década de los sesenta y setenta y la de los noventa. En el primer caso, una cuarentena de organizaciones político-militares y comandos guerrilleros intentaron tomar el poder, acabar con el Estado burgués y con el capitalismo mismo, a fin de instaurar un régimen socialista. Los ecos de la derrota del socialismo armado aún se resienten, y los miles de muertos y desaparecidos, de los que sólo se habla en silencio (valga la paradoja) dejaron en sus círculos sociales heridas que nunca han podido ser restañadas, debido a la monstruosa impunidad que caracteriza al Estado mexicano. Los grupos armados de la década de los noventa lograron hacerse de ciertas bases sociales, pero sus movimientos se regionalizaron y fueron fácilmente cercados y destruidos, logrando la desmovilización de los participantes. Una parte de estas organizaciones compartía el viejo proyecto socialista, aunque con el paso de los años han evolucionado hacia comandos justicieros, de autodefensa o en resistencia armada permanente. El EZLN mutó también de una identidad socialista hacia un proyecto propio, indianista, autonomista y autogestivo. Su resonancia internacional ha sido hasta la fecha la principal razón por la que los sucesivos gobiernos se han abstenido de consumar su exterminio, apostándole a una lógica de golpeteo y desgaste de sus bases de apoyo para "neutralizar" el problema.

Los resultados de cualquier movimiento armado son imprevisibles. La revolución de 1910 llevó al poder a la llamada dinastía sonorense, un final inimaginable para las muchas facciones participantes en el movimiento. En el caso de la llamada "guerra sucia" de los 60 y 70, estudiantes,  profesionistas y campesinos radicalizados apostaron todo cuanto tenían a la lucha por la emancipación del país -del capitalismo y del imperialismo yankee- y recibieron a cambio tortura, cárcel, encierro, desaparición forzada y el rechazo o el desconocimiento de la sociedad. No obstante, fue su lucha la que motivó al presidente José López Portillo a promulgar la reforma política de 1977, que fue aprovechada por el PCM (comunistas), el PST (socialistas), el PRT (trotskistas) y el PMT (nacionalistas de izquierda), precisamente aquellos a quienes los guerrilleros consideraban unos traidores por no haberse comprometido con la revolución armada. ¿Moraleja? Podríamos tomar las armas en una lucha larga, desgastante, dolorosa y al final quizá un individuo con características semejantes a las de Andrés Manuel López Obrador, si bien nos va, podría llegar al poder.

¿Qué lecciones han dejado los movimientos armados en los últimos 50 años? En principio, que la lucha armada no se basta por sí misma y debe combinarse con otras expresiones del movimiento social para alcanzar un radio de acción más amplio y una incidencia real. Segundo, que ningún movimiento regional, por mucho apoyo popular que tenga, tiene la fuerza suficiente para extenderse y alcanzar una dimensión verdaderamente nacional. Tercero, que después de una lucha larga, encarnizada y heroica, con muchas víctimas fatales de por medio, los resultados pueden no coincidir en nada con las expectativas. Cuarto, que la lucha armada es producto de la combinación de condiciones estructurales y subjetividades radicalizadas, en otras palabras, no es algo que pase fatalmente ni tampoco a resultas de meras voluntades individuales. Por lo tanto, su ocurrencia es impredecible.

En el corto plazo no se observa ningún indicio de que pudiera suscitarse un levantamiento armado, pese a las voces alarmistas que piensan que la pobreza, el desempleo, la inseguridad, etc, conducirán inevitablemente a él. La disputa de los cárteles por el territorio también ha tenido como resultado colateral (¿o programado?) que la gente no pueda organizarse autónomamente con fines pacíficos, mucho menos violentos. Así pues, en un país devastado, con profundos desequilibrios macroestructurales y una población mayoritariamente pauperizada y despolitizada, la palabra revolución se escucha como un eco demasiado lejano.

¿Hay alguna otra alternativa política? Algunas personas piensan que hay que olvidarnos del envilecido sistema político y económico y actuar al margen de él. Jóvenes sinceramente comprometidos con las causas sociales se han involucrado, desde trincheras ideológicamente opuestas, en proyectos autonomistas y/o autogestivos. Por un lado están aquellos que forman sus propias ONG's o se integran a éstas para trabajar en comunidades en las que pareciera que el Estado no ha llegado ni siquiera en sus expresiones más elementales (servicios públicos, DICONSA, Oportunidades, etc.). En otras palabras, estas ONG reemplazan las funciones del Estado hasta donde les es posible, pero dependen en buena medida del financiamiento exterior, aunque casi nunca se transparenta cuáles son los objetivos de las agencias internacionales para apoyar esta clase de proyectos. Pensar que un organismo de esta naturaleza brinde recursos como un mero acto de caridad o justicia redistributiva (del primer al tercer mundo) es, por decir lo menos, iluso. No es un tema que venga a la discusión pero en un sinnúmero de casos dichas agencias han introducido agendas que, por su carácter político, religioso, cultural o económico, han contribuido a la generación de fricciones intra e intercomunitarias.

En el extremo opuesto, se encuentran los municipios autónomos, de los que las comunidades zapatistas han sido a la fecha los principales exponentes. En la base de este proyecto se encuentra un genuino empoderamiento colectivo, que se traduce en que las comunidades mantengan los espacios liberados bajo su jurisdicción interna, en beneficio propio. Es difícil criticar los resultados del autonomismo comunitario porque lo que ahí se construye ha tardado décadas en solidificarse y se ha hecho  ponderando valores de solidaridad, cohesión, igualdad, etc., tan escasos en estos días.  Sin embargo, la fantasía de la autonomía oblitera por completo que, a pesar de que las relaciones sociales al interior de la comunidad sean más o menos equitativas, ella no puede sustraerse de la dependencia al mercado capitalista. Al tratarse, en su mayoría, de comunidades rurales, con cultivos poco diversificados, los campesinos necesitan interactuar con el mundo exterior para proveerse de lo indispensable para subsistir (herramientas, fertilizantes, ganado, materiales de construcción, medios de transporte, etc.). Asimismo, necesitan colocar sus productos en el mercado y no pueden apelar exclusivamente a la solidaridad o al comercio justo para que las ventas se traduzcan en un equilibrio costo/beneficio. La disparidad entre los ingresos y los egresos se ha solventado hasta ahora con el dinero y los apoyos en especie de las redes zapatistas de solidaridad internacional. Por otra parte, allende esta ayuda externa, la permanencia de las comunidades zapatistas a lo largo del tiempo se debe a que cuentan con un ejército o, mejor dicho, una fuerza estratégica que las respalda, la cual, si bien tiene un peso simbólico mayor que el real, está conformada por gente con un entrenamiento militar efectivo y un arsenal básico. Ninguna comunidad que se pretenda autónoma puede prescindir de medios de autodefensa armada.

Ignoro cuál sea el futuro de las comunidades autónomas, pero me parece claro que son las icarias y los falansterios del siglo XXI y que, parafraseando a Marx y Engels, "se ven forzados a apelar a la filantropía de los corazones y los bolsillos burgueses" y tendrán un fin semejante a las del siglo XIX. En ese sentido, la transferencia de recursos de los grupos solidarios del primer mundo a las comunidades zapatistas o a algún otro proyecto afín, se asemeja a las ayudas de la ONU a los países más pobres del mundo, al provocar un enganchamiento que les impide salir del círculo vicioso de la pobreza.

Estas reflexiones son necesarias ante el entusiasmo que despiertan las ideas autonomistas entre ciertos sectores de la juventud. En las condiciones actuales del país, la pelea por la autonomía es un arma de dos filos. Las comunidades indígenas y campesinas pueden vivir un fabuloso proceso de empoderamiento, participación sostenida, reintroducción de principios de economía moral, etc. pero no tienen resuelto el problema de su autosustentabilidad y, sobre todo, el de la seguridad o autodefensa armada, por lo que son más vulnerables a los ataques del gobierno, los paramilitares y el crimen organizado, a través de una guerra de baja intensidad. Además, si los que se liberan son pequeños pueblos y no regiones enteras, estos pueden entrar en una dinámica confrontativa permanente como la que ha caracterizado a las comunidades zapatistas en su conflicto con los indígenas paramilitares de poblados aledaños. Finalmente, es justo admitir que no todas las personas ni todos los pueblos (mucho menos las ciudades) tienen capacidad para ser autónomos del Estado o del sitema político. Y no sólo no pueden sino que tampoco quieren: la fórmula "hágalo usted mismo solo o en comunidad" no los interpela.

Diríamos que la autonomía sin un control territorial que abarque varias subregiones, sin relaciones económicas auténticamente autogestivas, no tan dependientes de la solidaridad externa, y sin un cuerpo de autodefensa militar, no tiene viabilidad alguna a largo plazo. Además, es la violencia del crimen organizado la que hace cada vez más inimaginable la creación de nuevos proyectos de autonomía territorial. No olvidemos que han sido los cárteles los que han logrado contruir estructuras tipo feudo, pero lo han hecho también con la complicidad o aquiescencia del Estado. El fenómeno no es para subestimarse: según algunos prospectólogos, la balcanización de México está en curso y puede ser inexorable.

III. Nota sobre la perspectiva global

Los comunistas de antaño creían que con tomar el poder se podía propiciar el tránsito del capitalismo al socialismo. Tras un siglo de experimentos más o menos fallidos, sabemos que eso no es así de mecánico: las revoluciones pro-socialistas del siglo XXI crearon modelos de capitalismo de Estado, dictaduras de partido y sociedades estadocéntricas y, muy contrariamente a sus principios, no sólo no abolieron la lucha de clases sino que en algunos casos la profundizaron. Sin embargo, las revoluciones en general mostraron el camino de las cosas que sí podían y debían ser transformadas.

Pensadores, revolucionarios, activistas, han tratado de predecir el fin ulterior del capitalismo. Desde hace dos siglos hemos venido observando la asombrosa capacidad de éste sistema para autoregenerarse. La crisis final probablemente será producto del agotamiento de ciertos recursos naturales estratégicos y el consecuente colapso del sistema financiero mundial. Sólo cuando la gente ya no encuentre condiciones para mantener un modo de vida basado en el consumo de mercancías que son producto de la superexplotación laboral y del medio ambiente, podremos pensar en términos postcapitalistas. No podemos esperar con los brazos cruzados a que eso suceda, pero tampoco podemos suponer que a fuerza de voluntad "quemaremos etapas" o aceleraremos el proceso. Convertir ensoñaciones en predicciones teleológicas fue uno de los grandes hierros de la izquierda utopista del siglo XX. Así pues, el primer punto es aceptar que la destrucción del capitalismo pasará por varias generaciones y que probablemente habrá cambios tanto graduales como abruptos, avances magníficos y retrocesos lamentables durante décadas o incluso siglos, si es que antes la humanidad no se destruye a sí misma. Ni la extinción de la lucha de clases ni la emancipación de las clases oprimidas pueden ser obra de la pura voluntad colectiva.

El que la revolución no sea el instrumento único para el cambio sistémico no invalida la lucha por el poder. Cualquier proyecto emancipatorio pasa por la toma del poder del Estado, porque si bien es cierto que los Estados-nación están maniatados por las grandes corporaciones trasnacionales y la oligarquía financiera internacional, sólo con el poder del Estado se puede imprimir un cambio en la dirección de la política económica. Un gobierno verdaderamente comprometido con las causas justas, puede generar más propiedad social, más controles sobre el mercado y el sistema financiero y más apoyos y protección para la clase trabajadora en su conflicto permanente con el capital. Además, hay un sinnúmero de problemas que sólo se resuelven con voluntad política, tales como el reconocimiento irrestricto de los derechos de la mujer, de las minorías sexuales, de los diversos grupos étnicos, así como la observancia estricta de los derechos humanos en general. Sería de esperar que un gobierno con tales características diera la misma importancia a los derechos del planeta y de los animales y promoviera un desarrollo sustentable y no depredador. Ningún gobierno semejante ha llegado hasta la fecha al poder, sin embargo, algunos gobiernos de izquierda han promovido algunas plataformas avanzadas. Nadie se compromete con el "paquete completo" dada la presión asfixiante de los poderes económico-ideológicos. No obstante, si un grupo de gobiernos hiciera causa común en una coalición intercontinental, tendrían más probabilidades de someter a la elite financiera e impulsar una agenda global. No se trata de defender un proyecto "reformista" o "socialdemócrata", a estas alturas las etiquetas salen sobrando.  De lo que se trata es de atender a una emergencia mundial y de imaginar rutas de salida viables ante la serie de catástrofes que se avecinan.

La lucha contra una minoría voraz que acapara la riqueza mundial, pese a sus altibajos, ha sido una de las constantes del siglo XXI; no ha sido fácil ni del todo pacífica, por la violencia que despliegan las fuerzas de seguridad nacionales contra los inconformes. Lo cierto es que si éstos siguen renunciando, como hasta ahora, a tomar el poder del Estado, y siguen atenidos a manifestaciones de indignación espontáneas, efímeras e intermitentes, nunca podrán destruir el poderío de esa pequeña y rapaz elite global.

Hay tres formas conocidas a través de las cuales los grupos progresitas o de izquierda pueden tomar el poder: 1) revolución y guerra civil, 2) movimientos sociales y revolución y 3) movimientos sociales y procesos electorales. Las revoluciones rusa, mexicana, china, cubana y nicaragüense, entre otras, sirven para ilustrar el primer caso. En el segundo caso, tenemos ejemplos muy contemporáneos en los movimientos sociales que pusieron fin a las dictaduras socialistas en Europa del Este a fines de la década de los ochenta, pero sobre todo, en la llamada "primavera árabe", que ocurrió en varios países del Norte de África, de forma más o menos simultánea en el 2011. La organización ciudadana en frentes multiclasistas, plurireligiosos y multiétnicos, y su disposición para sostener las protestas públicas masivas, hasta las últimas consecuencias, pese a la represión, fue un factor determinante para derrocar a las vetustas dictaduras. En el tercer caso hay procesos de transición democrática como los que se vivieron en España y Latinoamérica en las últimas décadas del siglo XX, en los cuales tal retorno a las elecciones estimuló a organizaciones y/o movimientos sociales a respaldar a ciertos partidos, muchos de ellos híbridos de izquierdoderecha que apelaron a la cómoda definición de centro. Así las cosas, cuando el objetivo es la toma del poder, ni la cuestión armada ni la electoral pueden ser tomadas como principios de fe. Las condiciones de cada país determinan las posibilidades de acción.


IV
Quiero reiterar que en México no se observan condiciones para una revolución armada ni para la gestación de movimientos autonómicos populares, ni en el corto ni en el mediano plazo. Una revolución ciudadana de masas, de carácter pacífico, parece lejana aunque no imposible, sin embargo, los actores sociales tendrían que llegar a un nivel de radicalización que por ahora no es visible en ninguno, más que en pequeños grupos que mantienen un lenguaje radical por consigna, el cual por lo general no se ve reflejado en su praxis. Quienes han sido a la fecha más consecuentes entre su decir y su hacer han sido algunos grupos de inspiración anarquista, quienes han realizado actos de violencia esporádicos, de carácter fundamentalmente simbólico. En un clima de violencia apoteósica como en el que vivimos, tales acciones no despiertan entusiasmo, interés y me atrevería decir que ni siquiera temor entre la mayoría de la población, en otras palabras, no tienen ninguna incidencia política o social. No obstante, estos grupos se mueven en su propio subsuelo y no podría descartarse por completo que algún día diesen un golpe mayor.

La revolución ciudadana, al conjuntar a actores de diferentes clases sociales y niveles de politización, daría lugar en su seno a una lucha por la hegemonía que determinaría las estrategias y tácticas del movimiento. Sabemos que aún si las movilizaciones son pacíficas, la represión siempre es un riesgo latente, así que una de las condiciones de cualquier revolución, es que la gente esté dispuesta a morir por un cambio. Los manifestantes pueden acudir a un repertorio de resistencia conocido pero pocas veces ensayado: desde la desobediencia civil (rechazo al pago de impuestos, boycott a ciertas empresas, etc.) hasta la acción directa (bloqueos de carreteras, tomas de edificios públicos y privados, de embajadas y aeropuertos e incluso, la toma de un poblado o ciudad).

Ni la desastrosa guerra contra el crimen organizado, las deplorables condiciones económicas de la mayoría de la población, la crisis de las instituciones corrompidas y disfuncionales y la dictadura de los medios hegemónicos juntas, han propiciado la radicalización de la sociedad. Muchas cosas tendrían que pasar aún, a nivel nacional e internacional, para que las masas se empoderen y hagan una revolución (armada o más o menos pacífica). 

La única alternativa factible en el corto plazo para un cambio en el escenario político es la vía electoral, no obstante, no se trata simplemente de legitimar a la clase política mexicana mediante el voto, sino de construir un movimiento social paralelo que tenga la fuerza para 1) ganar las elecciones y 2) obligar al candidato ganador a aceptar y ejecutar la agenda del movimiento. 

Hay dos fenómenos que se han dado de forma más o menos paralela: un apoyo popular creciente a la candidatura de AMLO y el surgimiento inesperado de un movimiento estudiantil apartidista, que pone en entredicho el poder de los medios hegemónicos para imponer al candidato del PRI. El movimiento es sumamente plural, por lo que en su seno se expresan al menos cuatro facciones no muy diferenciadas aún: 
1) quienes se enfocan principalmente en la democratización de los medios y se abstienen de revelar sus preferencias electorales. Estos se han aglutinado en torno a la iniciativa #yosoy132; 
2) quienes consideran a AMLO como el "mal menor" y lo respaldarán en las elecciones, en su mayoría ciudadanos sin ningún tipo de militancia;
3) quienes están en contra de Enrique Peña Nieto pero no expresan apoyo a candidato alguno ni han planteado alternativas concretas para impedir su triunfo. Entre estos se encuentran algunos de los convocantes de las llamadas marchas anti-EPN, y
4) los que quisieran que el movimiento se radicalizara y se convirtiera en una réplica de la "primavera árabe". 

El futuro de este novedoso movimiento estudiantil-juvenil es bastante incierto. No podemos precisar si tendrá peso en las elecciones o, incluso, si sobrevivirá a ellas. Todo depende de la capacidad de los estudiantes para organizarse y hacerse de poder de convocatoria más allá de las universidades, así como de la definición de una agenda estratégica.

Estamos ante una coyuntura única, en la que por primera vez un sector importante de la sociedad podría unirse en torno a la causa de impedir el regreso del PRI al poder ejecutivo y lograr el triunfo de AMLO. Sin embargo, no todos los ciudadanos que han alzado la voz están convencidos de votar o de hacerlo por AMLO; algunos por razones ideológicas (comunistas, anarquistas y similares) y otros porque desean emitir un voto de castigo contra todos los partidos. Lo cierto es que si los simpatizantes de AMLO no logran hacer un trabajo de convencimiento, cohesión, promoción del voto útil, etc. y los hasta ahora abstencionistas o anulistas no ceden en sus principios absolutos, probablemente se perderá la única oportunidad que existe -en el corto plazo, insisto- para promover un cambio político importante en el país. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Sobre el movimiento #metoomexicano de la primavera de 2019: dos cosas a recordar

El triunfo inminente de "Juntos haremos historia" y la izquierda mexicana

Reflexiones sobre la izquierda y el voto por Andrés Manuel López Obrador