Notas sobre el duelo comunista
Me
atrevería a afirmar que, en el campo de la izquierda, muchos de quienes
alcanzamos a vivirla o tenemos algún vínculo emocional con ella, aún no hemos
superado la derrota del socialismo real y el pensamiento comunista, con la que
se signó el fin de la Guerra Fría. Lo verdaderamente amargo de nuestro fracaso no
fue el hecho de que se enseñoreara lo más salvaje del capitalismo (el modelo
neoliberal), sino el que la palabra “comunismo” se asociara con la de “genocidio”
de un modo que no siempre hemos sido capaces de entender. ¿Por qué para
construir el mundo nuevo había que exterminar físicamente a todos los que no
estaban de acuerdo con la utopía que, se suponía, estaba diseñada para
conquistar la felicidad de todo el género humano? Te asesino porque no eres
capaz de vislumbrar que soy el arquitecto de tu felicidad. Contradictio in
adjecto. Lo que subyace a esta contradicción es el hecho innegable de que ahí,
donde conquistaron el poder, las fuerzas revolucionarias construyeron
sociedades muy alejadas de aquello por lo que se peleaba, sin democracia
popular, igualdad o justicia social. No creo que ninguna de esas sociedades
haya sido peor que las del capitalismo, pero tampoco las considero un modelo
digno de imitación (exceptuando algunas políticas públicas que ameritan un
análisis más detenido). En última instancia, durante la posguerra fría, estas
experiencias fallidas nos hicieron cuestionarnos seriamente sobre nuestra
capacidad para hacer las cosas de un modo distinto, al margen de las buenas
intenciones, e incluso, nos hicieron plantearnos si el socialismo derivaría,
inexorablemente, en dictaduras personales, estatismo o totalitarismo.
En el
tiempo que duró la guerra fueron realmente pocos los que desde la izquierda se
detuvieron a hacer el recuento de daños. No es que todos fueran ciegos ni
cómplices de los crímenes que en nombre del comunismo se cometieron en el
bloque soviético y en países del extremo oriente, pero los prioridades eran
otras: quienes luchaban con las armas en la mano en los países del llamado
tercer mundo tendían a creer que valía la pena reunir todas las fuerzas y no
escatimar ningún recurso en aras de construir un socialismo que no fuera
totalitario, burocrático ni represivo. Su ideología, su convicción, su
tenacidad y su lucha también fueron quebradas a partir de los exitosos intentos
de desacreditación universal del marxismo y los variopintos socialismos llevados
a cabo por la cruzada posmoderno-neoliberal. Muchos guerrilleros socialistas
fueron aniquilados por las fuerzas contrainsurgentes y otros, desencantados, se
desmovilizaron; el mundo los olvidó como si nunca hubieran existido. Mi duelo
es un poco por muchos de ellos, por quienes eran ejemplares, abnegados,
valientes y heroicos hasta el martirio. No, no cabe idealizar a nadie, pero si
no hubiera conocido a algunos de esos especímenes no lo afirmaría con tanta
certeza: ellos encarnaban al hombre y la mujer nuevos, con debilidades y
virtudes, pero ¡verdaderamente nuevos! Este conjunto de generaciones padeció lo
que yo llamo una catástrofe moral. Representaron el esfuerzo más serio y más
profundo que se ha hecho por destruir al capitalismo, fueron combatidos con métodos
indignos de la especie humana y erradicados del mapa y las generaciones
presentes (por las que ellos luchaban) ni por curiosidad se aproximan a conocer
el holocausto de la izquierda comunista del siglo XX. Se habla de Stalin, Mao,
Pol-Pot y hasta Kim Il Sung como los grandes genocidas de la historia reciente
(sí, claro, al lado del famosísimo Hitler), pero fuera de los círculos de
nostálgicos, nunca se escucha una sola palabra de compasión para los millones
de comunistas americanos, europeos, asiáticos y africanos torturados,
asesinados, desaparecidos y encarcelados durante el siglo XX, ni siquiera para
los que perecieron a manos de las mismas dictaduras “socialistas”.
Ya sabemos
que la historia la escriben los vencedores, pero hay que agregar que también
los olvidadizos, cuya pésima memoria les impide protestar ante la mutilación de
los hechos pretéritos. Cualquiera que deliberadamente le hace el juego a ese
olvido, ha tomado el lado de los vencedores. En mi humilde y controversial
punto de vista, esto incluye a la izquierda posmoderna, que aunque no ha
adoptado ese mote, ha copiado la ideología, el discurso y las prácticas
derivadas del pensamiento posmoderno hegemónico. Es la izquierda posmoderna la que se presenta
a sí misma como si estuviera fundando los caminos hacia la rebeldía, la
autonomía, la emancipación, la horizontalidad, el respeto a la otredad y un
largo etcétera. Es esa la izquierda que en su ensoberbecimiento cree que ha
superado la clásica dicotomía izquierda-derecha. Es esa la izquierda que quiere construir un
otro mundo posible haciendo tabla rasa del pasado. Es ella en suma, quien se
llena la boca diciendo que no tiene nada qué aprender de los experimentos de la
izquierda autoritaria, vertical y centralista del pasado y se burla de ella, y
se cree mejor. Sin lugar a dudas, el rechazo a ese pasado es, en muchos casos,
emocional. Muchos no digerimos los errores ni el fracaso pero teníamos la
necesidad y la presión de continuar la lucha y lo hicimos bajo otras premisas
(derechos humanos, indianismo, autonomismo, etc.). Otros se refugiaron en el
anarquismo –con la cantidad de cosas cualquiera que este polisémico concepto
signifique– y otros más, en la ignorancia. Sí, en la ignorancia de condenar un
pasado del que no les interesa saber nada, en la negativa a creer que la
historia sirve para algo o en la falta de iniciativa para contrarrestar el mito
de que la izquierda comunista fue sólo un conjunto de fanáticos delirantes y
represores, teleológicos y mesiánicos, que eran tan sanguinarios que entre
ellos mismos se mataban. Como en todo mito, hay una porción de verdad en ello,
qué tan grande o pequeña sea, habría que averiguarlo en cada caso. Lo que
podemos aseverar con todas las pruebas que se nos requiriesen es que la
izquierda comunista fue mucho más que eso.
Tal vez la
lucha de clases no es la contradicción fundamental de la sociedad capitalista,
no lo sé de cierto. Entiendo que las contradicciones de género y etnia, así
como de la mal llamada “raza”, son fundamentales, pero las mujeres, las
minorías sexuales y las razas discriminadas también pertenecen a ciertas clases
sociales, mayoritariamente a las de abajo.
No sé si la clase trabajadora no
está destinada a sepultar al capitalismo, pero en el mundo del neoliberalismo
global sólo hay dos tipos de oprimidos: los asalariados (bajo una amplia gama
de ingresos) y los excluidos, llamados eufemísticamente “supernumerarios”, como
si ellos y no la rapacidad económica fueran lo que está de sobra. Tal vez la
contradicción más importante sea entre la especie humana y la naturaleza, pero
para revertir el curso de la devastación de los recursos naturales, es
necesario un mundo sin capitalismo. Quienes vagan en el reino de las
incertidumbres y el sinsentido, olvidan estas nociones del sentido común. La
lucha contra el capitalismo sigue siendo necesaria y quizá hoy más que nunca.
La
humanidad probablemente merece desaparecer del universo lo más pronto posible,
pero quizá también merece una oportunidad. Es de una soberbia inaudita pensar
que a nosotros y no a la evolución natural le corresponde tomar esa decisión. Preferir
que un puñado de individuos voraces y sin escrúpulos, dueños de las
corporaciones mundiales conduzcan a la humanidad al precipicio antes que hacer
algo por frenar ese curso de muerte y destrucción, es una actitud derrotista, criminal
y perversa, que sólo pueden enarbolar quienes representan lo peor de la especie
humana, secundados por un ejército de alienados.
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