Una historia más del omnipresente narcoterror invisible en los caminos de Michoacán

La guerra y yo
En el 2008 mi historia personal me ató a Michoacán de la forma más venturosa posible. Desde entonces, he tenido la oportunidad de recorrer ocasionalmente los caminos del norte michoacano y enamorarme de su asombroso sincretismo cultural y su toponimia purhépecha. También he tenido la desgracia de ser testigo de su deterioro. El narcoterror se apoderó de grandes ciudades, pueblos medianos y rancherías aisladas, sometiendo a sus pobladores a lógicas de exterminio que escapan a su entendimiento. No sé si porque la gente me percibe como foránea, pese a mis intentos por mimetizarme con los locales, su tema de conversación favorito conmigo tiende a ser la violencia, haciendo un intento de denuncia que no alcanza a ser tal. Me hablan de las vendetas, las balaceras, los ejecutados, los descabezados, los levantados y el "gobierno" que lo mismo asesina a los presuntos delincuentes impunemente que se alía con ellos para hacer negocios a costa del erario público. La gente está muy herida y tiene necesidad de hablar de estas cosas con alguien que les inspire confianza. Los escucho invariablemente, a pesar de mi propio hartazgo, mi rabia sorda y mi dolor infinito. A veces, muchas veces, no puedo evitar que las lágrimas recorran en cascada mis mejillas. Han sido ya muchos años y una cantidad inconmensurable de agravio. Todos los días hay ejecuciones y profanación de cadáveres, para el necrocapitalismo todas las vidas son desechables. La mayoría de las víctimas son jóvenes. Como dicen, si la juventud es el futuro de México, México no tiene futuro.
Yo no tengo que ver directamente con la guerra pero ella tiene que ver todo conmigo. Desde 2010 a la fecha ha determinado mis decisiones de vida, me ha resquebrajado internamente y ha redefinido mi identidad. Después de todo, sólo soy una chica hipersensible que se dedica a estudiar la guerra: sus orígenes, su maldad radical, su voracidad y su vértigo. Entiendo el papel de México en el mercado global de las drogas, es semejante a la demanda de azúcar que convirtió a las Antillas mayores en sociedades esclavistas a partir del siglo XVII. Desde fines del siglo XX, la demanda de drogas ha dado lugar a regímenes necropolíticos que favorecen el mercado de armas y el lavado de dinero en beneficio de las grandes potencias mundiales. Tendencialmente, los negocios más rentables del mundo se basan en sistemas de explotación absoluta y exterminio. La esclavitud llegó a su fin por la transformación de las relaciones de producción derivada de la revolución industrial, la resistencia permanente tanto activa como pasiva de los esclavos, y la conciencia que adquirieron algunos europeos de que su estilo de vida refinado estaba basado en la barbarie más letal. La esclavitud pasó de ser el sentido común de la colonización a una práctica proscrita. Nuestro problema es el inverso -la prohibición de las drogas ha dado lugar a un mercado expansivo de la violencia- y eso me da alguna esperanza de que la legalización global podría poner fin a los regímenes necropolíticos que se han instaurado en los principales países productores y distribuidores de sustancias ilícitas. Al mismo tiempo, sospecho que no será algo que alcancen a ver mis ojos. La esclavitud duró tres siglos en las Américas, casi cuatro en Brasil. Nos legó tecnologías de la violencia extrema; una jerarquía racial donde los blancos siguen siendo vistos como la raza superior, a pesar de sus crímenes históricos; la eliminación por mezcla de los afrodescendientes en la mayoría de los países de Hispanoamérica y la opresión estructural de los negros en las antiguas sociedades esclavistas (el Caribe, Brasil, Estados Unidos).
Me apesadumbra la perspectiva infame de que nunca podamos superar las atrocidades de las que hemos sido testigos porque siempre vendrán otras para reemplazarlas, más lacerantes y horrorosas, parafraseando a Bauman. Al mismo tiempo, Michoacán me ha dado una gran lección de coexistencia con la narcoguerra, pues la gente se ha hecho a la idea de que así será el resto de su vida y ha aprendido a sobrellevar la pesadilla. Quienes no tienen parte en la guerra, más que como víctimas potenciales, se refugian en la tradición y en lo que queda de sus vínculos familiares y comunitarios. 

Ellos y la guerra
Escucho a don Kike contarme de los muertos que le fueron a tirar a las orillas de sus tierras, puedo oler la sangre que escurría por todos lados cuando los subieron a la troca para pasearlos por la ranchería, preguntando si alguien los conocía. Habían recibido tantos balazos que cuando los descubrían y los movían para que la gente los mirara, la carne se les desprendía. Los fueron mutilando en el camino de su supuesta identificación. Eran dos jóvenes, perseguidos por un "gobiernal" que los ejecutó y los tiró en el camino, exactamente como hacen los narcos. La línea entre agentes estatales y criminales se ha vuelto totalmente difusa. En estas tierras se le dice "gobierno" a las fuerzas de seguridad, la policía judicial y el ejército. El resentimiento contra el "gobierno" y la clase política a la que éste representa es inmenso. El campo está abandonado, sin apoyo estatal de ningún tipo. La gente sólo conoce al Estado a través de su faceta más sanguinaria, la del terror institucionalizado. Don Kike me cuenta con lujo de detalle otras ejecuciones y mutilaciones de las que se ha enterado, mientras que a un kilómetro de su casa la comunidad celebra las fiestas patronales. Cuando empiezan los juegos artificiales pego un brinco del susto, pensando que ya se desataron los balazos, pero las mujeres que rodean al patriarca se asoman a la ventana a observar los hermosos destellos de colores. Salgo a la calle para observarlos mejor, necesito despejar mi mente, respirar aire puro. Camino hasta la plaza, donde la gente baila alegremente música de banda que me taladra los oídos. Es una comunidad de migrantes que sólo viene en esta época del año para convivir con sus familiares en la fiesta principal del rancho. Todos visten ostentosamente y sería imposible determinar si hay narcos infiltrados. Cualquier camioneta lujosa, cualquier mirada furtiva, son dignas de sospecha. No tengo miedo, sólo incomodidad. Presto atención a una de las letras de la banda que trae un sistema de sonido espectacular y noto que habla de desamor y armas largas. No es un narcocorrido, pretende ser una canción de amor, aunque la trama revela al destinatario. La narcocultura lo permea todo.
Al día siguiente, en la misa del santo patrono, el sacerdote habla de los pueblos que recorre y de cómo la gente le pide que bendiga los sitios donde ha habido ejecuciones. Los niños le señalan los restos de sangre en el lugar de los hechos y la gente le describe el tipo de profanaciones a los cadáveres. El pobre hombre cree que el problema de fondo es que la juventud se niega a tener un trabajo decente y quiere dinero fácil. En mis adentros me digo que ni cómo ayudarlo. Es una desgracia que tenga el poder para difundir esos mensajes perniciosos entre sus feligreses. Si hubiera derecho de réplica le exigiría que presentara una lista de trabajos dignos para jóvenes sin educación, sin tierra, sin esperanzas.
Al día siguiente viajé a otro pueblo. Del stress post-traumático que desarrollé conviviendo con víctimas de la narcoguerra entre 2010 y 2012 me queda aún una dificultad enorme para observar la carretera cuando estoy a bordo de un vehículo en movimiento. Afortunadamente las pesadillas y los ataques de pánico han disminuido. Conocí a mucha gente que vio cabezas, se las topó por azar en la carretera o tuvo que verlas detenidamente en una morgue por si acaso se trataba de su familiar desaparecido. Desde entonces desarrollé una fobia por los decapitados, creo que una de las peores cosas que me podría pasar en la vida sería que me cortaran la cabeza, ser testigo de decapitaciones o toparme con una cabeza en el camino así, sin más. La gente normal no tiene ese tipo de preocupaciones, lo sé. Pero qué significa ser normal en México? Me he reusado tenazmente a pertenecer a la república de imbéciles guiados por la filosofía solipcista del "aquí no pasa nada". Y no sería nada difícil pertenecer a ella. A fin de cuentas, hasta ahora, como parte de mi privilegio "chilango", no me ha tocado ninguna balacera, no me he encontrado a ningún mutilado en la calle ni he visto la sangre pegada a las losas como los niños de los que habló el sacerdote. Sin embargo, cada que salgo a la "provincia" -cuánto odio ese término!- la violencia me pisa los talones. Pienso en todas estas cosas cuando un policía federal detiene la camioneta en la que viajo para avisarnos que hubo un tirotero en Ecuandureo y que debemos tomar la desviación. Me invaden la calma y la desesperanza al mismo tiempo. No me tocó ser testigo pero, cuántos más, hoy?

Extravaganza y guerra
La gente viste de gala en las fiestas patronales. En los ranchos cuyas circunstancias los llevan a romper con la tradición, la gente tiende a desarrollar costumbres extravagantes. Me cuesta trabajo entender cómo en este lugar paupérrimo en el que casi todos los pobladores migraron hacia los Estados Unidos para no morir de hambre, la gente desarrolló semejante gusto por el lujo y la ostentación. No tengo un buen motivo para escapar de la etiqueta. Me pongo un vestido de noche y salgo con tacones a caminar en el suelo agreste. No dejo de pensar que a unos metros de mi camino fueron tirados dos cuerpos llenos de balas. Nadie sabía la identidad de los muertos o pretendían no saber, porque esta guerra se trata de pretender que nadie sabe nada. Yo solo sé que esos jóvenes no le importan a nadie. Nadie llorará por ellos, no serán recordados, ningún historiador escribirá su tragedia. 
Nuestro suelo patrio está regado con sangre. No me uniré al coro de mudos y sordos que no saben nada, pero se me agotan las fuerzas para saber más. Tantos años, tantos muertos, y nunca dejo de sentir que podrían matarme en cualquier momento, ni siquiera por un motivo banal sino exactamente por ninguno. Esto es lo que llamo metabanalidad del mal. Los mexicanos nos hemos convertido en una especie de precadáveres ambulantes. 
Cómo se pone fin a una guerra que depende de que la gente de todo el mundo a) deje de consumir drogas definidamente o b) tenga el valor de luchar por su legalización integral?  El millón de muertos de la revolución mexicana dejó indiferente al resto del mundo. Cuántas vidas mexicanas se tienen que perder para que la comunidad internacional voltee a ver nuestro sufrimiento? Sólo las instancias internacionales y la sociedad civil de los países del llamado primer mundo podrían parar esta orgía de sangre provocada en buena medida por su afición a las drogas, "nuestras drogas". En realidad lo único nuestro es la guerra, una guerra glocal donde nosotros sólo ponemos los muertos. 
En el último día de fiesta sigo sin entrar en tregua con mis pensamientos.  Me relaciono fuertemente con lo que amo y lo que odio, así que esa música de banda amerita que algún día investigue cómo es que la música norteña impuso su hegemonía sobre el México rural en su totalidad. La gente a mi alrededor pareciera no entender que está parada en un nido de serpientes, se ve contenta, baila, ríe. Quizá mi soberbia me impide ver que ellos entienden todo mejor que yo. Aunque sean migrantes y ya no vivan ahí, esa es su matria. 
En ese mundo de paradojas y contradicciones, no puedo disimular mi desasosiego. Solo el espectáculo alucinante de los castillos, los cohetes y la pirotecnia me saca de mi trance. Son maravillosos los destellos fugaces. La vida y la muerte se entrelazan de formas inesperadas en estos caminos de Michoacán.

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