La rebelión del lumpen, el conspiracionismo y la banalidad del bien de la clase media

Explicaciones sobre la oleada de saqueos en México en el invierno de 2017 

Enero de 2017 sorprendió a México con el retiro del subsidio a la gasolina y el incipiente efecto inflacionario. Sin embargo, a diferencia de otros crímenes económicos contra el pueblo mexicano, este sí desató protestas en todos los estados de la república. Las manifestaciones de descontento tomaron tres formas principalmente: la acción directa a través del bloqueo de carreteras y tomas de gasolineras; la acción pacífica (marchas, cartas para exigir que no se efectuara el incremento, llamados al boycott ciudadano) y, la más inesperada de todas: el saqueo a establecimientos comerciales en colonias populares, principalmente en el Estado de México, Hidalgo, Puebla, Veracruz, Chiapas, Nuevo León y la Ciudad de México, lo cual generó un clima de pánico y psicosis colectiva.

Debido a la inmensa falta de credibilidad del gobierno y los medios de comunicación, las teorías de la conspiración inundaron las redes sociales y su veredicto fue casi unánime: el gobierno orquestó la ola de saqueo a través de las organizaciones corporativas y los grupos de choque del PRI para justificar un posible estado de sitio y, con ello, la represión contra manifestantes legítimos. En este clima enrarecido, ciudadanos y periodistas responsables trataron de reunir evidencias sobre el modus operandi de los presuntos grupos de choque. En su pesquisa encontraron a individuos que confesaron haber recibido dinero por su participación en los saqueos; las cuentas de Facebook, Twitter y Whatsapp desde las que se azuzó a la población; fotografías de policías tomando parte de los robos y la de un presunto militar vestido de civil, captado en la toma de una gasolinera y después al bordo de un convoy militar, entre otras. Ni siquiera la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio, Servicios y Turismo (CONCANACO) descartó que el gobierno fuera el responsable del vandalismo. Sin embargo, más que aclarar los hechos, tales indicios abonaron a la confusión. Al tratarse de acciones que ocurrieron más o menos de forma simultánea en distintas partes de la república, resulta inevitable cuestionar: cómo pudo el gobierno federal tener semejante capacidad de coordinación en tan poco tiempo? Por qué el gobierno invitó a corporaciones tanto policiacas como militares a participar del saqueo? Qué llevó al gobierno a anticipar una posible pérdida de control sobre las protestas, cuando la ciudadanía se encuentra tan desarticulada y limitada para realizar acciones contundentes? Por qué el gobierno buscó promover actos de violencia que evidenciaran su limitada capacidad para preservar el orden social? Por qué los saqueadores se concentraron en las colonias populares y respetaron a las de clase alta? Bajo la lógica conspiracionista, habría tenido más sentido atacar a los sectores ricos para que éstos demandaran mano dura y ratificaran su respaldo incondicional al régimen. Hasta ahora, el gobierno no ha instaurado el anticipado estado de sitio y el sector privado ha manifestado una gran molestia ante la larga lista de desaciertos gubernamentales. Resulta evidente que los conspiranoicos ignoran una de las lecciones más grandes que nos dejó la Guerra Fría, a saber: que los movimientos sociales se pueden sostener a pesar del rumor, la conspiración y el estado de excepción. 

Las teorías de la conspiración, con las que el mexicano promedio intenta explicar la realidad política, tienen la desventaja de dar por sentadas las malas intenciones de los gobernantes, como si éstos tuvieran la meta exclusiva de perjudicar a la ciudadanía. Así, pierden de vista que el gobierno en realidad se mantiene en un esfuerzo continuo por reforzar el modelo económico neoliberal, al que es leal por las múltiples presiones del capital financiero internacional. El conspiracionismo parte de que el gobierno es un ente monolítico, autosuficiente y omnipotente, que tiene un plan maestro para ejercer control sobre los asuntos públicos a través de mecanismos perversos. Cualquier estallido de violencia, atentado, magnicidio o accidente de alto impacto se explica de inmediato como una intervención directa o indirecta de las fuerzas oscuras del gobierno. Desde luego, setenta años de semi-dictadura priísta, acompañados de represión, terror, desinformación y falta de transparencia, fueron el caldo de cultivo idóneo para esta forma de entender la política nacional. Bajo esta perspectiva, las élites gobernantes no presentan profundas divisiones internas; no actúan como mediadores de conflictos intra e inter-clasistas; no saben nada de espontaneísmo e improvisación y nunca afectan a los ciudadanos por error, incompetencia u omisión, siempre lo hacen siguiendo el susodicho plan maquiavélico. Semejantes teorías son exitosas porque ofrecen una caricatura simplificada de una realidad infinitamente compleja y saturada de actores con agendas diversas. Así, ayudan a generar un mínimo de certidumbre en coyunturas donde prevalecen el caos, la confusión y la angustia. Sin embargo, la gran paradoja de las teorías de la conspiración es que, al plantear que el objetivo del gobierno es esparcir rumores y ejecutar actos de provocación para generar miedo y paralizar a los opositores, son ellas las que promueven el derrotismo y la inmovilidad ciudadana. El mensaje que mandan es que contra los tentáculos omniabarcantes del gobierno nada se puede lograr y, por tanto, no queda más que la resignación. Así, queda de manifiesto que el conspiracionismo tiene un gran potencial para desincentivar la acción colectiva y es uno de los grandes responsables de la pasividad ciudadana. De eso no se puede responsabilizar al gobierno.

Lo que los partidarios de la teoría de la conspiración han perdido de vista es que el PRI, el gobierno federal y el Estado no son exactamente lo mismo. En cada nivel operan actores en competencia o en conflicto. Hay políticos priístas interesados en sabotear al presidente Peña Nieto, representante del Grupo Atlacomulco, porque se sienten excluidos de este círculo o desean promover a un candidato presidencial perteneciente a otro grupo de poder. Lo mismo se puede decir de los miembros de los otros partidos políticos, cuyas acciones están motivadas en gran medida por cálculos electorales. Y, si nos vamos al ámbito de la sociedad civil, Peña Nieto y la pequeña elite a la que representa tienen tantos opositores que sería difícil enumerarlos. El actual gobierno ni siquiera está seguro de quiénes son sus aliados en Washington, D.C. 

Una parte de los saqueos pudo haber obedecido a una estrategia prediseñada, pero sin duda tuvo orígenes múltiples. Difícilmente conoceremos las razones por las que servidores públicos, políticos, agentes de inteligencia, policías, militares, empresarios y miembros de organizaciones sociales pudieron convocar o ser parte de los saqueos, ni lograremos descifrar si éstos se viralizaron de forma espontánea u oportunista. A diferencia de convocatorias pasadas en redes sociales, cuyo llamado a la acción colectiva fue recibido con apatía, la de los saqueos fue la primera que tuvo un éxito indiscutible, al lograr que miles de personas en toda la república pasaran de lo virtual a lo real. Sin embargo, la opinión pública no revistió este suceso con el glamur de las Primaveras árabes, sino que lo recibió con desconfianza, enfatizando que los protagonistas de los saqueos habían sido lúmpenes, chakas, nacos, ñeros, lacras, pandilleros y malandros. Las clases medias (que alimentan la mayor parte del tráfico ciberespacial) tomaron tres posturas al respecto: un sector expresó su horror clasista contra el lumpenproletariado y le atribuyó ser un mero instrumento de la provocación gubernamental; otro sector asumió que los lúmpenes también eran parte del pueblo y que la estrategia gubernamental consistía en poner al pueblo contra el pueblo; los menos señalaron que si bien una parte de los saqueadores pudo haber sido manipulada por intereses obscuros, la explosión de descontento de quienes actuaron por iniciativa propia había sido auténtica. Sobra señalar que la primera postura es la que tuvo mayor eco en las redes sociales. Las "buenas conciencias" tomaron partido por la defensa de la propiedad privada, incluso la de empresas trasnacionales que evaden impuestos y sobre-explotan a sus trabajadores, como grupo Wal-Mart. No obstante, el que también hubiera pequeños comerciantes locales afectados puso en evidencia la falta de conciencia social del lumpen. Por esa misma razón, quienes consideran que hay una utilidad política inherente al saqueo en tanto ruptura del orden no lograron convencer a nadie más allá de sí mismos de que tales acciones pueden contribuir a la desestabilización del régimen. La rapiña no es equivalente a hacer política, y sin duda en eso nos han aleccionado más nuestros gobernantes que el lumpen. 

Al mismo tiempo, no se puede negar que los saqueos son parte del repertorio de la acción colectiva y un recordatorio de que, mientras la represión es estructural, la revuelta es efímera. El saqueo es una actividad normal en rebeliones y revueltas, aunque precisamente por su espontaneidad no logra constituir un programa político. Históricamente, el saqueo ha representado un ataque contra la propiedad privada que busca tomar venganza de los cobradores de impuestos, acaparadores de alimentos y especuladores de precios. En el caso actual, tomó el cariz de una venganza contra el alto costo de vida. Los saqueadores no se lanzaron sobre productos de primera necesidad, sino sobre aparatos electrónicos que con sus ingresos nunca podrían adquirir y que podrían revender en el mercado negro. Su hartazgo es real, el lumpen ya no aguanta más. 

Radiografía del lumpen

La revuelta del lumpen no tiene nada que ver con la revolución o con una rebelión con un programa político, pero sí es una muestra tangible de que una parte de la sociedad ha llegado a su límite de tolerancia. Lo que los alarmantes índices de inseguridad pública y la ola de saqueos evidencian es que México atraviesa por un apocalipsis zombie, pero con lúmpenes en lugar de zombies.
El lumpen, definido como el sector de la sociedad que no pertenece al aparato productivo y se inserta en la economía a través de actividades marginales o ilegales, tiene como único objetivo la subsistencia. A mayor dificultad para garantizar su sustento, la respuesta indiscriminada del lumpen contra el resto de la sociedad será de mayor intensidad. El lumpen no tiene conciencia de clase porque no pertenece a ninguna. Son los desclasados, los supernumerarios, los excluidos, los millones de seres humanos a los que el neoliberalismo ha tirado vivos a la basura sin que a nadie le importe su suerte. Por tanto, al lumpen tampoco le importa la sociedad: está dispuesto a destruirla si con ello garantiza su sobrevivencia. Los lúmpenes puede robar lo mismo las exiguas quincenas de los trabajadores industriales, los celulares de los pasajeros del transporte público, las partes de los autos que se estacionan en la calle, los establecimientos comerciales y las casas de los ricos sin hacer ninguna distinción entre las víctimas, pues en su cabeza lo único que entienden es que los otros tienen lo que a ellos les hace falta. 

Cuando un desclasado me roba mi cartera o mi celular en el transporte público, me irrita con su música a todo volumen en su venta en los vagones del metro, me vende un producto caduco o inservible en la calle, me da un billete falso intencionalmente, me ofrece droga, mercancía a todas luces robada o un boleto para alguna actividad de entretenimiento a un precio astronómico, mi primera reacción es un enojo monumental. Sin embargo, recapacito y me doy cuenta que todo esto es la consecuencia natural de un modelo económico convertido en fábrica de desechos humanos. Cómo esperar que la gente no salga del basurero al que ha sido confinada para cobrar venganza? Es ridículo esperar que los excluidos tengan educación y valores y se procuren un modo decente de vida. No cuentan con ninguna estructura, pública o privada, que los ampare. Por el contrario, tanto las instituciones como la sociedad civil le han fallado profundamente a este sector, al ignorar sus necesidades y al sólo ocuparse de ellos cuando se convierten en un problema de seguridad pública. Los voltean a ver no para reinsertarlos a la sociedad, sino para criminalizarlos y encarcelarlos. A quienes diseñan las políticas sociales en México se les olvida por completo que los problemas derivados de la desigualdad económica estructural no pueden resolverse con medidas de seguridad pública. El lumpen continuará siendo la principal amenaza a nuestra sacrosanta seguridad mientras no haya un modelo socioeconómico que combata firmemente la desigualdad social. Cualquier transformación significativa en México pasa por construir una sociedad donde el lumpen no sea la mayoría, sino una minoría en vías de extinción. 

Es difícil precisar qué porcentaje de la sociedad mexicana está adscrita al lumpenproletariado. Tradicionalmente, se considera que la gente sin hogar, las prostitutas, los ladrones, los contrabandistas, los narcotraficantes y los estafadores conforman este sector. Sin embargo, podría sostenerse que los venderores ambulantes y callejeros también comparten esta condición, pues tienen una inserción muy inestable en el circuito económico, no pagan impuestos, sus derechos no son reconocidos ni respetados y son presa fácil del crimen organizado, que les exige colaboración a cambio de protección. A este sector no podemos sumar a todos los trabajadores del espectro de la economía informal, puesto que sus circunstancias son muy diversas (jornaleros, empleadas domésticas, trabajadores temporales sin seguridad social, etc.). Sin embargo, para darnos una idea de la magnitud del problema, debemos señalar que, de acuerdo con cifras oficiales, cerca del 60% de la población económicamente activa (PEA) pertenece a la economía informal (alrededor de 30 millones de personas), mientras que la PEA en sí constituye el 44% del total de la población. Es hora de aceptar el hecho de que el sector social que más ha crecido numéricamente en treinta años de neoliberalismo no ha sido la clase media sino el lumpen, y que hay un enorme segmento de la sociedad en situación flotante, que no logra afianzarse en la clase media pero tampoco desciende hasta el lumpen.

El crecimiento exponencial del lumpen nunca fue contemplado por ninguna de las ideologías ni de las fuerzas políticas que se ocupan de los asuntos públicos en México. Ni los neoliberales, los liberales, los conservadores, los socialdemócratas, los comunistas ni los anarquistas previeron que tendrían que afrontar el dilema de qué hacer con el lumpen. Sin embargo, es claro que el lumpen no puede ser un aliado político de las causas justas: su único objetivo es el dinero fácil, aunque sea a través del hurto, la rapiña y el asesinato. De esta manera, el lumpenproletariado es el espejo de la lumpenburguesía, otro sector que tiende a pasar desapercibido por la opinión pública. La lumpenburguesía está constituida por empresarios que aparentan honorabilidad pero que han construido su fortuna a partir del lavado de dinero de actividades ilícitas, o han llegado a todo tipo de acuerdos económicos con el crimen organizado (trata y tráfico de personas, contrabando, control de la economía informal, etc.). Los rostros de los lumpenburgueses son tan desconocidos para la opinión pública como los de los "chakas".  Como parte de la guerra psicológica que propaga la desinformación, hemos perdido de vista a los actores sociales de los conflictos actuales. El problema no sólo reside en la ignorancia y la falta de medios o de intelectuales públicos que motiven este tipo de reflexiones entre la ciudadanía. Hay una actitud generalizada de desdén de las clases medias ante el lumpenproletariado y la lumpenburguesía. Las clases medias se resguardan en un discurso de superioridad y pureza moral, que les impide tener el menor acercamiento hacia sectores que consideran una fuente de contaminación. El clasemediero promedio, que se visualiza a sí mismo como una persona informada por leer la prensa y algunas revistas de periodismo de investigación y ser crítico del gobierno, no tiene interés alguno por interactuar con la hez de la sociedad. Para su desgracia, este sector podría consolidarse como el mayoritario de la población. 

Hanna Arendt propuso el concepto de "banalidad del mal" para explicarse la lógica moral de los nazis, concluyendo que algunos de los individuos que ejecutaron los peores crímenes no lo hicieron porque fueran esencialmente sádicos o sociópatas sino porque obedecieron las reglas de un sistema normalizado, sin reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. Me parece que la contraparte de este fenómeno es la "banalidad del bien", representada por la clase media que condena los saqueos, el vandalismo y la violencia y desprecia a los pobres y a los desclasados. Fiel a su ideal de tener un modo de vida honesto y responsable, el clasemediero se siente con derecho a condenar con su dedo flamígero a todos los que no son como él, pues él se considera a sí mismo como la medida de todas las cosas. Su forma de hacer el bien es banal porque no contribuye a resolver ningún problema social, ni genera empatía por las víctimas de un orden socieconómico fundamentalmente injusto. En su ignorancia persistente sobre las causas de la violencia social y la inseguridad pública, su autocomplacencia con su estilo de vida y su deseo de mantenerse impermeable a las clases sociales inferiores, el clasemediero se convierte en un gran obstáculo para la transformación radical de la sociedad. Desgraciadamente, me parece que son pocos los capaces de entender que la banalidad del bien ha hecho más daño al país que los saqueos de la lumpenada.

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